Elogio del fútbol

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No he sido muy seguidor del fútbol hasta hace unos años, cuando me aficioné a ver partidos durante la temporada en que el Atlético de Madrid ganó su última liga (2013-2014) y le cogí cierto gusto al visionado del “deporte rey”. De mi equipo favorito sólo veo los partidos más señalados, o aquellos que puedo seguir desde la grada cuando mi primo, que es socio, tiene la amabilidad de invitarme, pero lo que cada vez me gusta más son las grandes citas internacionales, como la Eurocopa y sobre todo el Mundial. Para mí, que jamás me he planteado abonarme a ningún tipo de plataforma de pago para ver fútbol, esta es la oportunidad de disfrutar en casa de todos los partidos, actualizar mis limitados conocimientos deportivos y empatizar con las pasiones que derrochan las distintas hinchadas. Los cruces entre selecciones rara vez son iguales de una vez a otra, por lo que variedad y emoción están aseguradas.

Aunque con el tiempo haya aprendido a apreciar la habilidad de los mejores jugadores cuando se desempeñan en sus respectivos clubes, la verdad es que me parece mucho más auténtico verlos jugar con sus selecciones. En esa modalidad, salvo escasas excepciones, cada país tiene lo que le ha tocado, no lo que ha podido comprar, y eso crea un punto de partida más justo en el que las naciones modestas pueden competir en un plano más cercano al de los países ricos. Pero no sólo eso, al quedar mucho más distribuidas las grandes estrellas que en los campeonatos nacionales, en los que uno o dos equipos capitalizan generalmente el talento local y extranjero a golpe de talonario, la cohesión de las plantillas pesa más que la presencia de tal o cual figura, lo que hace que no pocas veces un equipo en apariencia más débil y mediocre acabe derrotando a un combinado mucho más ilustre que contaba de antemano con una victoria fácil.

Este ha sido el caso del último Mundial, en el que se ha podido ver cómo selecciones por las que nadie apostaría han hecho partidos sobresalientes (Irán, Marruecos, Senegal), otras más consagradas han llegado mucho más lejos de lo que cabía esperar (Dinamarca, Suecia, Japón), casi todos los pesos pesados han caído por el camino de forma deshonrosa (Alemania, Argentina, España, Portugal) y tres de los cuatro semifinalistas fueron equipos ciertamente competentes pero de los que nadie habría afirmado anticipadamente que podrían llegar tan arriba. La derrota de uno de ellos en la cumbre, contundente pero no por ello exenta de dignidad y heroísmo, empaña más bien poco una campaña victoriosa con más mérito e incluso interés que la victoria de Francia, que se ha llevado de calle (con justicia, eso sí) un campeonato para el que estaba perfectamente preparada. Los partidos de Croacia, por el contrario, fueron agónicos y extenuantes, y sus jugadores se dejaron la piel en el campo en cada ocasión, ofreciendo un fantástico espectáculo al espectador, a diferencia de Francia, que solventó la mayoría de sus encuentros con una suficiencia que a menudo rayaba con la ley del mínimo esfuerzo.

Quizá sea el fan del Atleti que hay en mí el que escribe esto, pero lo cierto es que no me parece realmente triste que Croacia haya perdido la final del Mundial. Su segundo puesto, en términos de proyección y mejora, vale más que el liderato de Francia. El relato posterior a cualquier confrontación siempre se salda con el respaldo al vencedor, cuya trayectoria hasta la cima se convierte, en cuestión de minutos, en algo que estaba escrito en las estrellas y no podía haber sucedido de otra manera. Pero a mí no me engaña esa retórica de conclusiones simples en formato de titular. He visto suficientes partidos como para saber que Bélgica, Uruguay o Colombia han hecho partidos fabulosos muy por encima de su resultado en el cómputo final, o que Inglaterra ha funcionado mucho mejor de lo que cualquiera habría sospechado, aunque a estas alturas ya no se hable más que de los dos finalistas. Todo eso cuenta, porque aunque ganador sólo hay uno, el proceso y el desarrollo son casi tan importantes como el resultado final.

Si algo bueno tiene el deporte, en concreto este deporte, a pesar de las magnitudes grotescas de dinero y corrupción que mueve (la cuestionable designación de Rusia como sede es el mejor ejemplo de ello), es la posibilidad que brinda de superar los límites y dirimir conflictos de forma civilizada, sana y pacífica. Cada nación se presenta con lo mejor que tiene para demostrar su talento, capacidad y buen hacer, y la mayor competición no es ganar al adversario, sino superarse a uno mismo y alcanzar metas con las que antes no se había siquiera soñado, como bien lo entendieron los seguidores de las selecciones más modestas que no suelen clasificarse para la fase de grupos (Panamá, Nigeria, Túnez). Para la mayoría de países, llegar hasta un nivel que previamente había estado vedado ya es una victoria en sí, y por eso afirmaba unas líneas más arriba que haber llegado a una final tiene más mérito en el caso de Croacia de lo que tiene la victoria para Francia, porque los ganadores ya pisaban terreno conocido, pero los segundos en la clasificación se alzaron como nunca antes lo habían hecho. Esto no es mentalidad de perdedor, como podría decir algún madridista que leyera estas líneas (un saludo desde aquí), es la esencia misma del fútbol, y del deporte por extensión.

Escuchando: Infernal War – 2005 – Terrorfront

El mundo es nuestro (2012)

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He quedado absolutamente fascinado con este pedazo de película capaz de sintetizar todas las claves que explican el desarrollo económico desmesurado y desigual de la España más reciente, así como las características de la posterior e inevitable crisis, de una forma fluida, concisa, lúcida y, lo más importante, extremadamente divertida. Retazos de Álex de la Iglesia y Fernando León de Aranoa se funden en una historia trepidante, sorprendente y reivindicativa que rebosa de contenido y reflexiones en sus escasos ochenta minutos de duración. Superando de largo los límites de la comedia generalmente inocua y trivial, este es el equivalente ibérico de un drama como “Yo, Daniel Blake” pero en versión graciosa, dinámica y, sobre todo, profundamente española, andaluza y sevillana en su costumbrismo cañí. En los vídeos de Los Compadres ya se intuía que lo que este dúo se traía entre manos era mucho más que mera guasa, pero aquí se confirma que realmente tiene mucho que decir, explícito e implícito, humorístico y no tanto.

Escuchando: Lucas 15 – 2008 – Lucas 15