Hernández Sánchez-Barba, Mario – Hernán Cortés (1987)

Hernández Sánchez-Barba, Mario – Hernán Cortés, Colección Protagonistas de América, Historia 16, Quorum, Madrid, 1987

Hacía tiempo que tenía ganas de leer algo sobre Hernán Cortés, y la ocasión se planteó cuando, en mi última visita a la antigua sede del Instituto Iberoamericano de Finlandia en 2018, encontré este libro, junto a otro de la misma colección sobre Simón Bolívar, dentro de uno de los cajones de libros viejos que no iban a ser trasladados a la nueva sede y por ello se regalaban a quien se los quisiera llevar. Me vino bien que cayera en mis manos sin tener que pagar un duro ni tampoco buscarlo por mi cuenta, pero el hecho de ser un tomo publicado en 1987, justo antes de las celebraciones del V Centenario del Descubrimiento de América, tiene marcadas implicaciones en el tono con el que está redactado. En aquellos años de exaltación civilizatoria pre-Expo y pre-Olimpiadas se estaba muy lejos de la visión más crítica, menos glorificadora y más matizada que se ha ido imponiendo en los últimos años. Por otra parte, quizá por pertenecer a una colección publicada por un diario, la edición no está tan cuidada como debería, y son numerosas las faltas de ortografía que ensombrecen las virtudes de un texto excesivamente laudatorio y hagiográfico, aunque correcto por lo demás. No obstante, los datos históricos contrastados no mienten, pese a que las interpretaciones puedan variar, y las andanzas de Hernán Cortés están lo suficientemente bien documentadas, empezando por las crónicas de la época, como para poder tener un conocimiento relativamente objetivo de las acciones del protagonista. Además de narrar su historia, el autor traza varios perfiles complementarios del personaje que sirven para ilustrar sus distintas facetas: más allá del héroe y el aventurero, se presenta a Cortés como excepcional estadista, humanista en su pensamiento (estudió letras y leyes en Salamanca en su juventud) y como individuo dotado de una personalidad arrolladora.

Como cabía prever, el libro obvia una cuestión que de un tiempo a esta parte ha cobrado importancia creciente, a saber, la dimensión moral de la Conquista. ¿Fue “buena” o “mala” la conquista de México? El tono de la obra se inclina más hacia lo primero, mientras que el lector moderno empatizaría más con lo segundo, pero realmente este enfoque, por común que resulte, no deja de ser inadecuado para abordar un fenómeno complejo que tuvo lugar en una época y dentro de unas sociedades muy alejadas de las actuales. Los hechos históricos deberían analizarse en sus causas y consecuencias, no en el significado moral que queramos extraer de ellos cinco siglos después. Quienes, sobre todo desde la Península Ibérica, siguen viendo en la Conquista de América un hito civilizatorio e incluso religioso están aferrándose a una concepción arcaica y eurocentrista, con una visión demasiado limitada. Pero también quienes, sobre todo desde los países hispanoamericanos, idealizan el estado azteca anterior a la llegada de Cortés, como si se tratara de una Arcadia de paz y hermandad entre los hombres, están faltando a la verdad por omisión y simplificación. A estos últimos se oponen los más leídos de entre los primeros, comparando el imperio de Moctezuma poco menos que con la Alemania nazi, introduciendo así una connotación genocida y totalitaria que es incorrecta además de anacrónica. En realidad, el símil más apropiado que podría hacerse es con el Imperio Asirio, ya que ambos fueron entidades militaristas en conflicto permanente que dominaron en un corto espacio de tiempo a numerosos pueblos vecinos. La victoria de Cortés se explica en buena parte precisamente gracias a la alianza con muchos de esos pueblos sometidos y obligados a pagar tributo, como el de Cempoala, o en conflicto abierto con el soberano de Tenochtitlán, como el de Tlaxcala. Las visiones extremas al gusto contemporáneo que esto último pueda suscitar, como la idea del libertador de los oprimidos frente a la del manipulador sin escrúpulos, caen por su propio peso al contraponerlas con dos rasgos evidentes del biografiado: sus dotes excepcionales para la diplomacia y su indudable don de la oportunidad.

Junto a las virtudes ya mencionadas del personaje, quizá la más importante sea su visión estratégica, unida a un elevado grado de audacia que se emplea con astucia y pragmatismo. Cortés es un brillante estratega capaz de superar las peores adversidades, desde el enfrentamiento con la expedición de Pánfilo de Narváez, salida desde Cuba para apresarlo por insubordinación, y cuyas tropas superaban a las suyas en proporción de tres a uno, hasta el desastre de la llamada Noche Triste, en la que, tras haber enfurecido a los aztecas en ausencia de Cortés, los españoles se vieron obligados a abandonar Tenochtitlán, sufriendo terribles bajas durante la retirada. Todas estas situaciones acabaron resolviéndose a la postre con victorias absolutas para Cortés, lo que hace que a día de hoy la Conquista de México nos parezca casi un paseo militar cuando en realidad fue todo lo contrario. El extremeño supo hacer de su arrojo una de sus mejores bazas, inspirando siempre a sus hombres al luchar en primera línea en todas las batallas, y tomando decisiones arriesgadas pero ambiciosas que le garantizaron siempre la iniciativa y terminaron por conducirle hasta el éxito. No hay que olvidar que, de hecho, la propia expedición a México fue fruto de la desobediencia de Cortés, que al ver cómo se le negaba el derecho a dirigirla, optó por adelantarse, organizar su propia tropa y echarse a la mar por su cuenta. Por otra parte, Cortés se muestra muy alejado de la clásica visión peyorativa del conquistador sanguinario y sediento de oro. Todos los testimonios señalan que sentía un gran respeto por su adversario Moctezuma, un gran rey con un estatus similar al de su propio señor Carlos V, y su idea de anexión de la Nueva España (término acuñado por él mismo) era, al menos inicialmente, una transferencia de soberanía de los nuevos territorios a la persona de un nuevo monarca de una forma similar a la operación por la cual el rey Carlos había llegado a ser Emperador de Alemania, lo que da fe de un sentido de estado que Cortés tuvo desde el primer momento.

Resulta o debería resultar obvio que no es posible defender la grandeza de la Conquista en los mismos términos gloriosos que se emplearon durante los siglos pasados, pero también es preciso distinguir, en la crítica demoledora de ayer y de hoy, la propaganda contemporánea y posterior que respondía a los intereses de las potencias enemigas, entre las que se contaban Francia y, más tarde, Inglaterra y los Países Bajos, que no solamente codiciaban las inmensas riquezas que el Imperio Español extrajo de América sino que, en cuanto pudieron, desarrollaron su propio colonialismo tanto o más cruento y despiadado. Esto no quiere decir que la colonización española no fuera explotadora e inhumana, que lo fue, pero no más que otras, es decir, que a diferencia de lo que en ocasiones se afirma, su razón de ser principal y motivación exclusiva no eran producir sufrimiento. Además del afán de enriquecerse, los conquistadores estaban impulsados por un genuino sentimiento religioso que desde la perspectiva actual no cabe interpretar como una postura hipócrita ni un ornamento puramente teórico. En la visión de la época, el beneficio económico, la propagación de la fe y el servicio a la monarquía eran tres pilares de una misma concepción del mundo que, lejos de servir de excusa unos para otros, eran perfectamente complementarios. Esto queda patente en las misivas de Cortés a su soberano, a quien hace entrega de todo lo conquistado con la devoción de un fiel vasallo. Todo lo enumerado anteriormente produce una enorme fascinación al lector, pero probablemente lo que más impresiona a quien suscribe es la magnitud de la hazaña, la conquista de todo un imperio con unos pocos cientos de soldados, no porque estos fueran muy superiores a todos los niveles, como se ha dicho con frecuencia, sino sobre todo porque su líder fue capaz de mover los hilos con suma habilidad para propiciar esa conquista en un lapso temporal increíblemente breve. Además de su personalidad, sus múltiples talentos y su fructífera audacia, Hernán Cortés es el máximo paradigma del aventurero que surca medio mundo para buscar fortuna en tierras lejanas y desconocidas, y por ese motivo no dejará nunca de suscitar interés y admiración atemporales.

Escuchando: Necrophiliac – 2020 – No Living Man is Innocent

Fuentes, Carlos – Gringo viejo (1985)

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Fuentes, Carlos – Gringo viejo, El Mundo, Unidad Editorial, Colección Millenium, 1999 (1985)

En 1913, el célebre periodista, escritor y satirista estadounidense Ambrose Bierce viajó a México para conocer de primera mano la Revolución Mexicana. Poco después de aquello, no se le volvió a ver, y se desconoce por completo lo que fue de él. Esta interesante premisa sirve al no menos famoso escritor mexicano Carlos Fuentes para imaginar las hipotéticas andanzas del ya septuagenario personaje tras cruzar el Río Grande y adentrarse en tierras de Chihuahua en busca de Pancho Villa. En la pluma de Fuentes, el destino de Bierce se entrecruza con los de un general de la región y una joven misionera oriunda de Washington DC, en una historia que no es tanto la del escritor protagonista como la de la propia Revolución Mexicana, con todas las contradicciones y las distintas energías que puso en marcha en un país que hasta entonces había sido manso y somnoliento. El complicado triángulo amoroso que surge entre los tres personajes principales se enfoca a través de diferentes perspectivas que cruzan fechas y puntos de vista dispares, realidad e imaginación, sueño y vigilia, sin que ello siembre excesiva confusión en la trama sino todo lo contrario, ya que de ese modo se aportan pinceladas diversas que enriquecen la complejidad e intensidad del relato.

La narración es lineal en su mayor parte, salvo por determinadas intervenciones de personajes que hablan desde distintos puntos temporales, repitiéndose regularmente sus frases más características a modo de letanías reiteradas que tienen la gravedad de una profecía o un juicio lapidario, con gran efecto dramático. Las primeras páginas, de hecho, reproducen recuerdos evocados a posteriori a partir de los cuales se construye la historia, y no se entienden hasta mucho después, lo cual lejos de confundir al lector lo anima a querer desentrañar lo que de primeras se presenta como un misterio. A la manera de Rulfo y otros autores latinoamericanos de la segunda mitad del siglo XX, los narradores son múltiples y a veces indeterminados, conformando un relato coral que más parece la voz de toda una raza o nación que la expresión de un personaje en concreto. También la descripción de paisajes, colores y sentidos tiene que ver con dicha corriente literaria, caracterizada por una exuberancia sensual, unas atmósferas casi místicas y una mezcla de lo real y lo imaginario en la cual la exactitud histórica se confunde con lo legendario. A ello se suman los personajes secundarios, que componen todo un catálogo de distintos estamentos de la sociedad y refuerzan el panorama esbozado mediante personalidades rebosantes de energía y vigor. Todo esto redunda en una profundidad insondable y cautivadora para una novela que fascina por su riqueza y densidad.

Uno de los ejes que articulan la trama es la historia de amor entre la “gringa” y el general, que por momentos puede alcanzar un protagonismo que parece excesivo, pero nunca es gratuita ni unidimensional, ya que sirve también para ilustrar el desencuentro y las diferencias entre México y los Estados Unidos. En ese aspecto, el gringo viejo queda un poco relegado dentro de una novela que parecía ser sólo suya, pero esto se debe a que la narración va siempre más allá y el protagonista no es sino un elemento más de un universo complejo y casi inabarcable. De hecho, el nombre exacto del gringo no se menciona hasta el último capítulo, e incluso se juega con la posibilidad de que tal vez no fuera él, o dejara de serlo en algún momento. Esto entronca con la idea de México como territorio de lo mágico e irreal, especialmente en contraposición con su próspero e industrioso vecino del Norte, un país que el autor conoce bien, al haber vivido y estudiado en él. Pero al mismo tiempo su tierra natal también es, en el libro, un país sometido a una servidumbre de siglos, por parte de españoles primero y de criollos más tarde, que despierta de su profundo letargo y empieza a moverse, con pasos inciertos y temibles, pero también esperanzados.

Creyendo que con esta lectura iba a aprender sobre Ambrose Bierce, un autor que aprecio en gran medida desde que leí su Diccionario del Diablo hace unos años, al final he acabado aprendiendo no poco sobre México, tanto a nivel de la historia y geografía del país como del habla y el vocabulario que le son propios y se emplean aquí de modo minucioso y magistral para ilustrar la narración e insuflar vida a los distintos personajes, sin entorpecer la lectura y, cosa no menos importante, con el fin de abordar con mayor precisión la mentalidad y cosmovisión que caracterizan a sus habitantes. Me falta conocimiento para valorar si este último punto se consigue o no, pero lo que me queda claro es que el efecto es magnífico, ya que todo lo expuesto resulta fidedigno y creíble, y simultáneamente casi mítico y surrealista, como en esas películas que mezclan la rotundidad de los hechos de base con el embrujo de lo onírico sin que parezca haber ningún límite concreto entre ambos campos. Gringo viejo es una novela excelente para cualquiera que guste de la historia, la aventura, los relatos de estructura y naturaleza poco convencionales y, ante todo, para los amantes de la buena literatura.

Escuchando: Joe Satriani – 1998 – Crystal Planet