Hernández de la Fuente, David – Breve historia de Bizancio, Alianza Editorial, Madrid, 2014 (reedición de 2018)
Vivir en una cultura eurocentrista o, mejor dicho, enfocada desde un punto de vista occidental, no solamente implica un velado desprecio por todas las culturas de los países poscoloniales, sino también una serie de prejuicios anclados en un pasado remoto que son más difíciles de identificar. Cuando pensamos por ejemplo en el Imperio Bizantino, que teóricamente debería ser considerado parte de Europa, nos viene a la mente una idea de decadencia, corrupción y sofismo que persiste a día de hoy en nuestras conciencias. No en vano, el diccionario de la RAE recoge todavía la acepción de «bizantino/a» como «dicho de una discusión: artificiosa o demasiado sutil». Esta asociación no solamente es parcial y claramente despectiva sino que, a poco que se rasque el barniz de brocha gorda de los tópicos históricos, resulta absolutamente falsa. Para combatir este prejuicio, y al mismo tiempo adentrarme en una andadura histórica tan desconocida como fascinante, me sumergí en la lectura de este libro conciso y riguroso, que ofrece una perspectiva amplia de toda la historia bizantina, resaltando los aspectos culturales, sociales y religiosos además de lo estrictamente político y militar.
De Bizancio suele recordarse la primera etapa de esplendor, la que va desde la refundación de la ciudad de Bizancio por parte del emperador Constantino en 330 hasta el auge del Imperio Romano de Oriente bajo el reinado de Justiniano (527-565). A medida que la ciudad de Roma y la mitad occidental del Imperio iban sumiéndose en un paulatino declive y una irremediable disgregación, la parte oriental asumía el relevo, manteniendo la cultura griega y la organización romana que habían vertebrado el Imperio y añadiendo un nuevo eje que se convertiría en su tercera seña de identidad: el cristianismo como religión oficial. Más allá de Justiniano, que por su política de conquistas, urbanismo y administración puede considerarse el último emperador romano al estilo clásico, la historia de Bizancio continuó durante siglos, experimentando marcados altibajos que alternan períodos de crisis con otros de esplendor. A pesar de que los bizantinos siempre se denominaran a sí mismos “romanos”, el imperio dirigido desde la ciudad de Constantinopla fue configurándose progresivamente como ente político de lengua e identidad griegas, y durante siglos constituyó el centro de la cultura grecolatina superviviente, mientras la Europa Occidental se sumía en la tumultuosa y difícil etapa conocida como los “Siglos oscuros”, o Alta Edad Media.
El Imperio Romano de Oriente, pues ese fue siempre su nombre, logró resistir al empuje del Islam que barrió del mapa a sus enemigos seculares, los sasánidas, gracias a emperadores enérgicos y competentes, como Heraclio o Constantino IV, así como a las cíclicas invasiones de pueblos bárbaros que, como ocurrió en el Oeste de Europa, asomaban con regularidad por las fronteras septentrionales. La gestión de continuas invasiones fue una constante en la historia de Bizancio, a la que el Imperio respondió con éxito variable, en función de las respectivas circunstancias. No obstante, frente la concepción tradicional, que lo considera una entidad en reducción progresiva e inexorable, cabe plantear una visión diametralmente opuesta del Imperio Bizantino como una larga historia de resistencia y recuperaciones reiteradas por parte de un estado cuya longevidad extraordinaria, como en el caso del Imperio Español, no puede atribuirse únicamente al azar. Al igual que España con el siglo XVIII, Bizancio también tuvo etapas posteriores de pujanza política, económica y cultural que no deben desdeñarse como meros reflejos de un pasado mucho más glorioso.
Tras sobrevivir a los duros tiempos de la controversia iconoclasta, que sacudió los cimientos del Imperio a lo largo del siglo VIII, Bizancio volvió a resurgir de la mano de la llamada dinastía macedónica (867-1056), con grandes estadistas y administradores de la talla de Basilio I el Grande, Constantino VII Porfirogénito y Basilio II Bulgaróctono. Durante esos años tuvo lugar una verdadera expansión en el ámbito político, territorial e incluso cultural, produciéndose lo que se conoce como primer renacimiento bizantino, una época de esplendor literario y puesta en valor del legado clásico. Algo menos pujante pero también relevante fue la dinastía de los Comneno, de 1081 a 1185, que tomó las riendas del Imperio en unos tiempos en los que a los tradicionales enemigos del sur, el este y el norte se sumaba la nueva expansión militarista de los reinos cristianos de Occidente. Esta etapa, marcada por enconados conflictos con la Iglesia de Roma, que ya habían tenido su punto álgido en el Cisma de Oriente (1054), es también la de las primeras Cruzadas. Bizancio tuvo la fortuna de tener al mando a un líder astuto y capaz, Alejo Comneno (1081-1118), que supo lidiar con las ambiciones de los cruzados y asegurar la supervivencia del Imperio. Pese a los vaivenes políticos y militares, esta es la era del segundo renacimiento bizantino, con gran florecimiento de las artes y las letras.
Aunque la historia de Bizancio se prolongue todavía durante más de dos siglos, lo cierto es que la viabilidad del Imperio resultó herida de muerte como resultado de la conquista latina de Constantinopla en 1204, en el marco de la IV Cruzada. A consecuencia de este hecho nefasto, el territorio bizantino sufrió una traumática fragmentación, dividiéndose en varios núcleos de poder centrados en Trebisonda, el Epiro y Nicea. Esta última entidad retomó la capital tras varias décadas de dominio latino, instaurando una nueva y longeva dinastía, la de los Paleólogo, pero el Imperio quedó ya tan debilitado que la decadencia posterior fue inevitable y definitiva. La ironía de la Historia quiso que la ruina de la ciudad fuera obra de una antigua posesión bizantina, posterior aliada durante varios siglos y finalmente potencia rival determinada a acabar con su existencia: la República de Venecia. También los encargados de poner fin a su larga singladura histórica fueron unos recién incorporados a la larga lista de enemigos históricos: la dinastía otomana, que no apareció hasta finales del siglo XIII. Pero paradójicamente la honda impronta que dejó Bizancio en la cultura europea se materializó precisamente en gran medida a través de Venecia, y a efectos de entidad política y organizativa, el Imperio Otomano fue en muchos aspectos prácticamente una continuación del Bizantino.
Al caer Constantinopla, el martes 29 de mayo de 1453, los dominios bizantinos eran ya casi anecdóticos, pero no por ello los ecos de aquel desastre fueron menos atronadores. No en vano se ponía fin a más de un milenio de existencia ininterrumpida, durante el cual, atravesando vicisitudes de distinto signo, la capital había mantenido su prestigio como Nueva Roma y su estatus de faro de la Cristiandad Oriental. Pese a los tópicos y calumnias posteriores, la historia bizantina es un relato de resistencia, pujanza cultural y vínculo con el mundo clásico, elemento este último con el que la cultura occidental tiene una inmensa deuda. No hay que olvidar que del mundo bizantino salió el éxodo cultural de sabios y obras que dio pie al Renacimiento italiano y a nuevas formas de arte, filosofía y hasta literatura (entre otras, la novela moderna). Por todo ello es necesario redescubrir la historia de Bizancio, muy desconocida en Occidente, a través de libros como este, que arrojan luz sobre un período histórico que no sólo es apasionante, sino que también explica parte del origen de la identidad europea y occidental tal y como la conocemos hoy.
Escuchando: Burzum – 2020 – Thulêan Mysteries