Calvo Perales, Javier – El fantasma en el libro (2016)

Calvo Perales, Javier – El fantasma en el libro, Seix Barral, Planeta, Barcelona, 2016

Supe de esta obra por una docente que me habló de él y picó mi curiosidad hace unos años, y por fin me decidí a leerla, después de que tuvieran a bien regalármela en uno de mis últimos cumpleaños. Se trata de un librito breve que habla sobre la traducción literaria, su historia y su presente, escrito por un traductor literario del inglés de gran prestigio en el ámbito hispánico, por lo que su opinión merece ser tenida en cuenta. Lo más interesante de la lectura ha sido haber encontrado al mismo tiempo puntos con los que estoy muy de acuerdo (como que la traducción es una actividad eminentemente práctica antes que teorizable) y otros con los que discrepo un poco (como que el traductor debe resultar invisible a todos los efectos). Escrito en 2016, hay algunas cosillas que han cambiado un poco, especialmente en lo relativo a las posibilidades de la informática y la traducción automática, pero lo que más llama la atención es el tono más bien pesimista que impregna la obra entera. A juzgar por la experiencia que atesora el autor, entiendo que es una postura fundamentada, pero no deja de arrojar cierta amargura sobre una actividad y un oficio que, como él mismo recalca, son ante todo vocacionales y se alimentan de la pasión por la literatura.

El librito tiene una estructura muy sencilla, con dos bloques que abarcan el pasado y el presente de la traducción literaria. La abundancia de datos y anécdotas es de agradecer, incluso para quien no es lego en la materia; muchas referencias me sonaban aún de la asignatura de Traductología y de lecturas posteriores, pero otras tantas me eran desconocidas. El autor sabe introducirlas y comentarlas de forma amena y ligera sin extenderse en exceso, lo cual parece corresponderse bien con su objetivo inicial. En la primera parte, se transita desde la Biblia de los Setenta y San Jerónimo hasta las versiones de Shakespeare, los clásicos Penguin o la censura en la España de Franco, pasando por el fervor romántico, las “bellas infieles”, el enfoque borgiano de la traducción o el de los poetas del 27. Todo este recorrido termina por resaltar en conjunto el hecho de que la historia de la traducción literaria está muy ligada a la propia historia de la literatura con sus cambios y vaivenes, una observación que podría parecer una obviedad si no fuera porque a menudo se pierde de vista que a lo largo de la historia de la traducción también ha habido tendencias, modas y evoluciones muy marcadas de las que no somos tan conscientes.

La segunda parte se centra en la actualidad, con una serie de conclusiones que, como aventuramos ya, no resultan demasiado halagüeñas para el futuro del sector. El autor pinta un panorama literario en el que dominan descaradamente los best-sellers en inglés, con una evolución claramente desfavorable de condiciones y salarios para los traductores debido principalmente a los imperativos editoriales, que son ante todo económicos. Los años setenta supusieron un paréntesis positivo después de los años del franquismo, cuando España tomó el relevo a Argentina como mayor potencia editora en lengua castellana, pero pronto empeoraron las cosas, y a la degradación de las remuneraciones y los plazos se sumó la entelequia del “español neutro” y la ortodoxia de las convenciones editoriales. El autor analiza el fenómeno del crowdsourcing para mostrar cómo la traducción en general tiende a modelos más flexibles, rápidos y colectivos, en detrimento de la especialización y la calidad, estándares que también están implantándose en el ámbito literario, lo que hace vislumbrar un futuro incierto para la profesión.

Vista desde una perspectiva más global, la opinión del autor, pese a estar bien fundamentada, no deja de ser una visión de nicho dentro de la traducción en general. Aunque es cierto que se cuida de no extrapolarla al conjunto de la traducción, tal vez su opinión sería más matizada y menos sombría si conociera un poco mejor cómo las innovaciones tecnológicas y las dinámicas comerciales están afectando a la traducción en todas sus facetas, con su parte negativa pero también positiva. Parece asimismo otorgar un valor poco menos que simbólico a iniciativas como la de Translators on the Cover, o percibir como meras excepciones los países en los que los traductores literarios gozan de más respeto (como Francia o los países nórdicos), cuando ambas cosas podrían ser rasgos de un posible modelo al que tender. El mensaje general parece ser que la traducción literaria y también la literatura como tal se están yendo a pique, una conclusión que se antoja a todas luces demasiado apocalíptica.

No seré yo quien le dispute la razón con contundencia, pero a mi entender esa visión más bien negativa del futuro de la traducción literaria y de la literatura en general está reñida con la encendida reivindicación que hace del estatus y la dignidad del traductor literario. Quien crea en el poder de la literatura debería poder confiar en su capacidad de adaptación, supervivencia y evolución de diversas maneras y con distintas formas, en lugar de observar el diluvio desde una torre de marfil que, al menos por edad, no debería aún corresponderle. El declive actual en términos cuantitativos del fenómeno literario y lector bien podría ser una tendencia pasajera que revirtiera con los años, como ya ocurrió anteriormente en otras épocas. Por su parte, la traducción literaria como actividad y profesión experimentará sin duda una serie de cambios, como el resto de actividades profesionales, que podrían dar también frutos positivos, si la vocación y la pasión por la literatura siguen encontrando dignos herederos. Eso es al menos lo que opina el traductor literario en ciernes (o mejor dicho, aún en potencia) que firma estas líneas.

Escuchando: Adorior – 2005 – Author of Incest

Marías, Javier – Corazón tan blanco (1992)

Marías, Javier – Corazón tan blanco, Penguin Random House, Barcelona, 1992 (edición de 2006, reimpresión de 2017)

Tenía por casa este libro comprado en la Feria de Madrid de 2018, con la idea de leerlo pronto, como me ocurre con tantos otros. Sin embargo, no fue hasta la intempestiva muerte del autor cuando pasó a primera línea de la interminable lista de lecturas pendientes, supongo que por el mero hecho de que desde entonces he tenido muy presente al personaje, que me caía bastante simpático. A veces son detalles nimios los que nos hacen decantarnos por un libro frente a otro, otras veces se trata de circunstancias de más calado. Lo importante es acabar llegando en algún momento a los que más nos interesan.

Escogí Corazón tan blanco por ser, a mi juicio, el título más reconocido del autor, o al menos así me lo pareció después de mis indagaciones. Es una novela que habla principalmente de los secretos, de la dicotomía entre contarlos o no, y las consecuencias que puede tener la decisión en un sentido u otro. Se caracteriza por una visión más bien oscura del matrimonio y también de las relaciones humanas en general, un punto de vista relativamente inusual y por ello bastante interesante.

El aspecto formal es quizá lo más llamativo de la obra, que ofrece una prosa nada estridente y más bien llana en apariencia, huyendo del preciosismo y la exuberancia léxica para buscar la exactitud y la gravedad de las palabras escogidas. No es que se exhiba un registro particularmente culto, pero por la extracción y el estatus del protagonista y narrador, el nivel lingüístico y cultural es bastante elevado, hasta el punto de contrastar mucho con algunos de los diálogos que reflejan una lengua hablada mucho más prosaica.

Se emplea muy a menudo la repetición, tanto de términos concretos como de secuencias recurrentes, algo que remite al estilo de la literatura inglesa, creo yo, una gran influencia para el autor. Este recurso aparece también a nivel estructural y marca en gran medida el carácter de la obra. Quien suscribe tuvo una revelación al releer el principio de varios capítulos: lo que parecían vagos anuncios de futuras elucubraciones acababan cobrando todo su sentido y encajando a la perfección con la información nueva de que disponía el lector al terminar cada capítulo, en una especie de profecía cumplida al revés.

El último capítulo está compuesto casi en exclusiva por frases extraídas de los anteriores, que encajan como un puzzle perfecto para terminar de redondear la narración de manera magistral. No es de extrañar que el libro fuera encumbrado en su momento por la crítica alemana, hecho que terminó de abrirle de par en par las puertas de la exportación y el renombre internacional. Seguramente en ello también pesó la patente influencia de Shakespeare y otras figuras señaladas de la literatura mundial.

Hay sitio también para el humor, por ejemplo en las evocaciones que se hacen de las profesiones de traductor e intérprete, ejercidas personalmente por el propio autor. Es un humor muy discreto, con una sorna sutil, un tanto difícil de percibir, el mismo que caracterizaba al escritor en sus artículos en prensa y constituía buena parte de su atractivo, pese a la fama inmerecida que me consta que tenía de ser una persona más bien seria.

Formalmente la novela me ha parecido deslumbrante, y también me han gustado la propia historia y los personajes, aunque en la parte negativa no puedo evitar ver en ella lo que no deja de ser un drama burgués, con un contexto que me es tan sumamente ajeno que me resulta poco atrayente en sí. De todas formas, estimo que ese es un detalle menor comparado con los muchos puntos positivos encontrados en la lectura. Sin duda repetiré con otro título, pero al menos ya tengo una referencia de primera mano, la única forma de conocer algo de verdad.

Escuchando: Israel Fernández – 2023 – Pura Sangre

Muñoz Molina, Antonio – El invierno en Lisboa (1987)

Muñoz Molina, Antonio – El invierno en Lisboa, Bibliotex, El Mundo, 2001 (1987)

Tenía ya ganas de leer alguna novela de Antonio Muñoz Molina, no tanto por interés expreso o desmesurado como para despejar cierta inquina que albergo hacia el autor desde hace tiempo. Llevo años leyendo ocasionalmente sus artículos semanales en el suplemento literario de El País (Babelia) y, pese a que no puedo sino reconocer que el hombre escribe bien, sus opiniones suelen resultarme excesivamente manidas, convencionales, poco desarrolladas, como si realmente no fuera capaz de proponer o reflexionar nada más allá de lo obvio o comúnmente aceptado. A esta impresión mía se han contrapuesto siempre las excelencias que acostumbro a leer desde muchos frentes acerca de sus obras literarias, por lo que al final me pudo la curiosidad por comprobar si realmente estas responden a las mismas características que los artículos ya mencionados o revisten un interés mayor. Escogí una de las que creo que son más representativas o al menos más importantes dentro de su trayectoria para poder forjarme una opinión propia, porque no se debe criticar sin fundamento.

Dejémoslo claro desde el principio: mi veredicto es mayormente positivo. La ambientación de la novela, que asume las claves y convenciones del cine negro, está muy lograda. Uno se sumerge completamente en la trama y la pasión por la música que caracteriza a los personajes. La historia está contada por un personaje secundario que la conoce principalmente de segunda mano, lo que añade varias capas interesantes a la narración. La estructura es realmente sobresaliente, con una trama muy bien hilada que se va descubriendo poco a poco, ya que cada capítulo va soltando trocitos de información y pequeños detalles que van encajando paulatinamente a medida que avanza la lectura. Por otra parte, el pesimismo ambiental y lo sórdido de las referencias al mundo del crimen se ven compensados por una buena dosis de lirismo y poesía, que se combina sorprendentemente bien con el resto de elementos para dotar a la novela de mayor belleza y personalidad. Huelga decir que está muy bien escrita, porque eso ya se lo imaginaba uno antes de empezar, considerando la fama y respetabilidad de que goza el autor desde hace tiempo.

Vayamos ahora con la parte menos positiva, que también la hay. Aunque funcione bastante bien, la historia acumula un buen número de clichés, hasta el punto de asemejarse en parte a una colección de tópicos del cine negro. Eso no impide que uno la disfrute y se enganche, pero no deja de ser algo un poco exagerado. La psicología de los personajes, por ejemplo, es tan sumamente torturada y negativa que resulta excesiva por momentos, y la personalidad de los mismos también es un tanto arquetípica en muchos aspectos. Parece como si al apuntar tan claramente a modelos extranjeros, el autor hubiera sufrido también ese pánico al provincianismo tan común entre la nueva narrativa de los años ochenta en España, que empujaba a los nuevos novelistas a buscar escenarios exóticos y aventuras internacionales para alejarse de la prosa castiza e hispanocéntrica que había caracterizado a las décadas anteriores. Desconozco si estos son solo rasgos de juventud o se extienden también a su obra posterior, pero han surgido ante mis ojos con bastante claridad durante la lectura.

Como decía un poco más arriba, salvo algunas discrepancias, mi impresión general es más bien favorable, y de hecho la temática y los registros empleados han sido muy de mi agrado. No obstante, intuyo que esta novela me habría gustado mucho más si la hubiera leído hace más tiempo, ya que a día de hoy puedo verle pegas en las que antaño no habría siquiera reparado. Obviamente, antes de abordarlo sabía que no iba a ser un “mal libro” en términos generales, pero sí que estaba al tanto de algunas opiniones negativas sobre obras posteriores, como las referencias ocasionales por parte de Gonzalo Torné o aquella reseña alemana sobre la novela Sefarad que leí en la carrera hace unos quince años, que criticaba, si mal no recuerdo, el enfoque excesivamente buenista y convencional del escritor. Algo de convencional y previsible sí que había aquí, a pesar del innegable buen hacer, pero lo importante es haber descubierto todo ello, tanto lo mejor como lo menos bueno, por uno mismo y no a base de opiniones o prejuicios de terceros.

Escuchando: Acrostichon – 1993 – Engraved in Black

Pérez Galdós, Benito – Trafalgar (1873)

Pérez Galdós, Benito – Trafalgar, Biblioteca Básica Salvat, 1969 (1873)

Tras haber logrado esquivarlo en la lista de lecturas obligatorias de Secundaria y Bachillerato, el centenario de la muerte de Benito Pérez Galdós el año pasado me dio ganas de leer alguna de las novelas del autor. Había escuchado cosas terribles acerca de lo deprimentes y pesadas que eran Marianela y Fortunata y Jacinta, sus obras más canónicas, pero al mismo tiempo intuía que un escritor con una producción tan vasta tenía que tener otros títulos que pudieran interesarme más. La respuesta llegó hace unos años, cuando un conocido me comentó que había leído Trafalgar y le gustó mucho, por ser una novela histórica realista pero bastante ligera y bien escrita. Provisto ya de un punto de partida, tan solo necesitaba una excusa para ponerme con la lectura, que llegó hace unos meses con la mencionada efeméride.

Las manifestaciones que conllevó dicha celebración, lastradas por la omnipresente pandemia, se vieron además ensombrecidas por una polémica servida por algún que otro autor, como el prestigioso Javier Cercas, que esgrimía el carácter pedagógico, moralista y redundante de las obras del canario como rasgos negativos de las mismas. El no menos ilustre Vargas Llosa salió en defensa del escritor canario, como antes habían hecho Almudena Grandes o Antonio Muñoz Molina, destacando su incuestionable relevancia dentro de la literatura española de su época, su patente humanidad y su afán de imparcialidad, pero admitiendo que sus novelas carecían de la suficiente profundidad psicológica y no resultaban comparables con las de Balzac o Dickens, por no hablar de las de Flaubert.

No seré yo quien zanje el debate en favor de uno u otro campo, aunque me parezca objetivamente poco elegante expresar semejante parecer precisamente en el centenario del fallecimiento del personaje en cuestión. Entiendo que aquella opinión se debía principalmente a un comprensible rechazo al torrente de literatura hagiográfica barata suscitada por este tipo de celebraciones, pero como le ocurrió a Javier Marías cuando criticó los encendidos elogios recibidos por Gloria Fuertes con motivo del centenario de su nacimiento, hace unos pocos años, la disensión insistente, justificada o no, puede ser más contraproducente que otra cosa. Recordemos además que, en el ámbito de las letras, el hecho de que haya otros autores “mejores” o más destacados dentro de la misma época y/o estilo no resta valor a una obra lo suficientemente original y personal, y la de Pérez Galdós indudablemente es ambas cosas.

Denostado desde finales del primero de los dos siglos entre los cuales le tocó vivir por la corriente dominante de los noventayochistas, la obra de Galdós tardó unas décadas en recuperar el prestigio del que siempre había gozado entre las clases populares, que adoraban su literatura debido a que en ella los protagonistas, más que el propio narrador, era la gente común. No estamos sin embargo ante una obra simple o facilona como las lecturas de tapa blanda que abundan en las papelerías; la de Galdós es literatura ligera pero sólida y bien escrita, con el añadido de, al menos en el caso de los Episodios Nacionales, no seguir el molde gastado de una novela histórica convencional, inventando en su lugar lo que prácticamente fue un género por sí mismo, lo cual debería contar como mérito incontestable.

Como ya he señalado, de la vastísima bibliografía del autor no puedo hablar con propiedad más que del primero de los Episodios Nacionales, que lleva por título Trafalgar, y me ha parecido una lectura provechosa y muy recomendable. La narración es tan fluida y liviana como probablemente lo fue el proceso de escritura, con visible influencia del ritmo periodístico, pero ello no redunda en trivialidades ni simplificaciones, sino que se manifiesta en una acción constante que evita desvíos innecesarios y va directamente a lo que debe ser narrado. El estilo realista empleado está impregnado de pasión patriótica (que no nacionalista) y exhibe una consciente couleur locale que no esartificiosa ni excesiva. Aunque el formato no llegara a crear escuela, al menos hasta los nuevos Episodios de la mencionada Almudena Grandes, la monumentalidad de la empresa consagró al empedernido grafómano canario como una de las máximas figuras literarias de la España decimonónica.

Riguroso y bien documentado, el libro arroja luz sobre un episodio histórico, la batalla de Trafalgar (1805), de un siglo, el XIX, por lo general muy olvidado en la memoria colectiva española, en la cual parece existir un vacío negro y enorme entre la muerte de Felipe II y la Guerra Civil, como si todo lo ocurrido entremedias no mereciera ser abordado y estudiado. Ese siglo en concreto no solamente fue trepidante y lleno de acontecimientos, sino que también explica mucho de lo que aconteció durante el XX. En Trafalgar, la Historia se aborda además con una visión humana vibrante y exenta del pesimismo, la negatividad y el cinismo tan presentes en la novela más contemporánea, lo que me hace recordar la pertinencia de la frase de Pablo Iglesias a Pablo Casado en el Congreso de los Diputados al recomendarle “Más Pérez-Galdós y menos Pérez-Reverte”.

Escuchando: Almafuerte – 1998 – Almafuerte

Cercas, Javier – El monarca de las sombras (2017)

Cercas, Javier – El monarca de las sombras, DeBolsillo, Penguin Random House, Barcelona, 2017 (reedición de 2018)

“¿De verdad vas a escribir otra novela sobre la guerra civil? Pero ¿tú eres gilipollas o qué?” Estas son las palabras que le espeta al narrador de la historia su amigo David Trueba en las primeras páginas de este libro, y sirven para ilustrar bastante bien sus dos temas principales: guerra civil española y vicisitudes personales. En esta su segunda novela ambientada en el gran conflicto español del siglo XX, Javier Cercas opta por bucear en la historia de su propia familia en lugar de hablar de episodios ajenos, como hizo en el pasado con la que, a día de hoy, es probablemente su obra más famosa (Soldados de Salamina). Desconozco si este tipo de narración en primera persona y con todos los visos de verosimilitud absoluta es exactamente lo que se conoce como “autoficción”, o si esto va más allá todavía en el respeto y la búsqueda de la verdad, pero probablemente se trate del rasgo más llamativo del planteamiento de Cercas en este primer libro suyo que cae en mis manos. Aun sin haber leído ningún otro, me atrevo a suponer que eso es lo que determina la prosa sencilla y sin artificio que lo caracteriza, lo que por fortuna en ningún caso debe entenderse como pobreza del lenguaje o limitación expresiva.

En cuanto a su estructura, la novela va intercalando alternativamente capítulos que reconstruyen la peripecia vital de su tío abuelo, el segundo protagonista de esta novela, con otros que cuentan con meticuloso rigor histórico el desarrollo global de los distintos escenarios de la contienda. En los primeros, el narrador explica cómo va avanzando en sus pesquisas, en los últimos presenta multitud de datos de investigación con el objetivo de esclarecer el contexto general. El autor insiste en reiteradas ocasiones en que él no es un “literato”, sino que busca la verdad, aunque el hecho de hacerlo a través de una novela constituye una cierta impostura de la que el narrador parece ser veladamente consciente. Otra irónica paradoja del libro es que en él se cuenta la historia que el escritor nunca quiso contar, por tratarse de una parte incómoda de su pasado con la que al final se acaba enfrentando, ya que no puede escapar de ella. Si él no la escribe, nadie lo hará por él, siendo como es un asunto privado de su propia familia. Este secreto vergonzoso termina por dar pie a una serie de descubrimientos inesperados, a medida que se desvelan muchos de los interrogantes y claves que permanecían ocultos u olvidados.

Pese a lo personal y particular que pueda parecer esta historia, no es nada difícil para el lector peninsular empatizar con lo narrado, ya que todas las familias españolas tienen sus propias historias de la guerra, en las cuales los bandos se entremezclan y las fronteras ideológicas o morales se desdibujan para convertirse en un puñado de singladuras de supervivencia individual, como suele ser el caso en cualquier guerra, especialmente una entre compatriotas. A menudo se oye hablar de la exagerada abundancia de novelas o películas que tratan de la guerra civil, pero lo cierto es que el tema está muy lejos de agotarse, y aunque a media España parezca hartarle el fenómeno, la otra media no se cansa de él. Eso explicará sin duda en parte el éxito de que gozó este libro cuando fue publicado hace ya tres años, pero seguramente el propio estatus del autor, uno de los que más venden en el mercado nacional, fue un reclamo más que suficiente. Personalmente prefiero por lo general a los escritores más puramente literarios antes que a los que, como Cercas, cultivan la zona intermedia entre el periodismo de investigación y la literatura, aunque en este caso debo reconocer que el planteamiento me ha gustado y me ha resultado tan convincente como atractivo. Por ello, en cuanto tenga la ocasión, quiero probar con otro libro del mismo escritor.

Escuchando: Inferit – 2020 – Diverge in the Absence of Light

Hernández Sánchez-Barba, Mario – Hernán Cortés (1987)

Hernández Sánchez-Barba, Mario – Hernán Cortés, Colección Protagonistas de América, Historia 16, Quorum, Madrid, 1987

Hacía tiempo que tenía ganas de leer algo sobre Hernán Cortés, y la ocasión se planteó cuando, en mi última visita a la antigua sede del Instituto Iberoamericano de Finlandia en 2018, encontré este libro, junto a otro de la misma colección sobre Simón Bolívar, dentro de uno de los cajones de libros viejos que no iban a ser trasladados a la nueva sede y por ello se regalaban a quien se los quisiera llevar. Me vino bien que cayera en mis manos sin tener que pagar un duro ni tampoco buscarlo por mi cuenta, pero el hecho de ser un tomo publicado en 1987, justo antes de las celebraciones del V Centenario del Descubrimiento de América, tiene marcadas implicaciones en el tono con el que está redactado. En aquellos años de exaltación civilizatoria pre-Expo y pre-Olimpiadas se estaba muy lejos de la visión más crítica, menos glorificadora y más matizada que se ha ido imponiendo en los últimos años. Por otra parte, quizá por pertenecer a una colección publicada por un diario, la edición no está tan cuidada como debería, y son numerosas las faltas de ortografía que ensombrecen las virtudes de un texto excesivamente laudatorio y hagiográfico, aunque correcto por lo demás. No obstante, los datos históricos contrastados no mienten, pese a que las interpretaciones puedan variar, y las andanzas de Hernán Cortés están lo suficientemente bien documentadas, empezando por las crónicas de la época, como para poder tener un conocimiento relativamente objetivo de las acciones del protagonista. Además de narrar su historia, el autor traza varios perfiles complementarios del personaje que sirven para ilustrar sus distintas facetas: más allá del héroe y el aventurero, se presenta a Cortés como excepcional estadista, humanista en su pensamiento (estudió letras y leyes en Salamanca en su juventud) y como individuo dotado de una personalidad arrolladora.

Como cabía prever, el libro obvia una cuestión que de un tiempo a esta parte ha cobrado importancia creciente, a saber, la dimensión moral de la Conquista. ¿Fue “buena” o “mala” la conquista de México? El tono de la obra se inclina más hacia lo primero, mientras que el lector moderno empatizaría más con lo segundo, pero realmente este enfoque, por común que resulte, no deja de ser inadecuado para abordar un fenómeno complejo que tuvo lugar en una época y dentro de unas sociedades muy alejadas de las actuales. Los hechos históricos deberían analizarse en sus causas y consecuencias, no en el significado moral que queramos extraer de ellos cinco siglos después. Quienes, sobre todo desde la Península Ibérica, siguen viendo en la Conquista de América un hito civilizatorio e incluso religioso están aferrándose a una concepción arcaica y eurocentrista, con una visión demasiado limitada. Pero también quienes, sobre todo desde los países hispanoamericanos, idealizan el estado azteca anterior a la llegada de Cortés, como si se tratara de una Arcadia de paz y hermandad entre los hombres, están faltando a la verdad por omisión y simplificación. A estos últimos se oponen los más leídos de entre los primeros, comparando el imperio de Moctezuma poco menos que con la Alemania nazi, introduciendo así una connotación genocida y totalitaria que es incorrecta además de anacrónica. En realidad, el símil más apropiado que podría hacerse es con el Imperio Asirio, ya que ambos fueron entidades militaristas en conflicto permanente que dominaron en un corto espacio de tiempo a numerosos pueblos vecinos. La victoria de Cortés se explica en buena parte precisamente gracias a la alianza con muchos de esos pueblos sometidos y obligados a pagar tributo, como el de Cempoala, o en conflicto abierto con el soberano de Tenochtitlán, como el de Tlaxcala. Las visiones extremas al gusto contemporáneo que esto último pueda suscitar, como la idea del libertador de los oprimidos frente a la del manipulador sin escrúpulos, caen por su propio peso al contraponerlas con dos rasgos evidentes del biografiado: sus dotes excepcionales para la diplomacia y su indudable don de la oportunidad.

Junto a las virtudes ya mencionadas del personaje, quizá la más importante sea su visión estratégica, unida a un elevado grado de audacia que se emplea con astucia y pragmatismo. Cortés es un brillante estratega capaz de superar las peores adversidades, desde el enfrentamiento con la expedición de Pánfilo de Narváez, salida desde Cuba para apresarlo por insubordinación, y cuyas tropas superaban a las suyas en proporción de tres a uno, hasta el desastre de la llamada Noche Triste, en la que, tras haber enfurecido a los aztecas en ausencia de Cortés, los españoles se vieron obligados a abandonar Tenochtitlán, sufriendo terribles bajas durante la retirada. Todas estas situaciones acabaron resolviéndose a la postre con victorias absolutas para Cortés, lo que hace que a día de hoy la Conquista de México nos parezca casi un paseo militar cuando en realidad fue todo lo contrario. El extremeño supo hacer de su arrojo una de sus mejores bazas, inspirando siempre a sus hombres al luchar en primera línea en todas las batallas, y tomando decisiones arriesgadas pero ambiciosas que le garantizaron siempre la iniciativa y terminaron por conducirle hasta el éxito. No hay que olvidar que, de hecho, la propia expedición a México fue fruto de la desobediencia de Cortés, que al ver cómo se le negaba el derecho a dirigirla, optó por adelantarse, organizar su propia tropa y echarse a la mar por su cuenta. Por otra parte, Cortés se muestra muy alejado de la clásica visión peyorativa del conquistador sanguinario y sediento de oro. Todos los testimonios señalan que sentía un gran respeto por su adversario Moctezuma, un gran rey con un estatus similar al de su propio señor Carlos V, y su idea de anexión de la Nueva España (término acuñado por él mismo) era, al menos inicialmente, una transferencia de soberanía de los nuevos territorios a la persona de un nuevo monarca de una forma similar a la operación por la cual el rey Carlos había llegado a ser Emperador de Alemania, lo que da fe de un sentido de estado que Cortés tuvo desde el primer momento.

Resulta o debería resultar obvio que no es posible defender la grandeza de la Conquista en los mismos términos gloriosos que se emplearon durante los siglos pasados, pero también es preciso distinguir, en la crítica demoledora de ayer y de hoy, la propaganda contemporánea y posterior que respondía a los intereses de las potencias enemigas, entre las que se contaban Francia y, más tarde, Inglaterra y los Países Bajos, que no solamente codiciaban las inmensas riquezas que el Imperio Español extrajo de América sino que, en cuanto pudieron, desarrollaron su propio colonialismo tanto o más cruento y despiadado. Esto no quiere decir que la colonización española no fuera explotadora e inhumana, que lo fue, pero no más que otras, es decir, que a diferencia de lo que en ocasiones se afirma, su razón de ser principal y motivación exclusiva no eran producir sufrimiento. Además del afán de enriquecerse, los conquistadores estaban impulsados por un genuino sentimiento religioso que desde la perspectiva actual no cabe interpretar como una postura hipócrita ni un ornamento puramente teórico. En la visión de la época, el beneficio económico, la propagación de la fe y el servicio a la monarquía eran tres pilares de una misma concepción del mundo que, lejos de servir de excusa unos para otros, eran perfectamente complementarios. Esto queda patente en las misivas de Cortés a su soberano, a quien hace entrega de todo lo conquistado con la devoción de un fiel vasallo. Todo lo enumerado anteriormente produce una enorme fascinación al lector, pero probablemente lo que más impresiona a quien suscribe es la magnitud de la hazaña, la conquista de todo un imperio con unos pocos cientos de soldados, no porque estos fueran muy superiores a todos los niveles, como se ha dicho con frecuencia, sino sobre todo porque su líder fue capaz de mover los hilos con suma habilidad para propiciar esa conquista en un lapso temporal increíblemente breve. Además de su personalidad, sus múltiples talentos y su fructífera audacia, Hernán Cortés es el máximo paradigma del aventurero que surca medio mundo para buscar fortuna en tierras lejanas y desconocidas, y por ese motivo no dejará nunca de suscitar interés y admiración atemporales.

Escuchando: Necrophiliac – 2020 – No Living Man is Innocent

Ortega y Gasset, José – España invertebrada (1921)

Ortega y Gasset, José – España invertebrada, Colección Austral, Espasa-Calpe, Madrid, 1968 (publicado originalmente en 1921)

Llegué a este libro a través del programa En la Frontera de Público TV, en uno de cuyos episodios el presentador, Juan Carlos Monedero, citaba varias de las ideas principales aplicándolas a consideraciones actuales. Me apunté el título para una búsqueda futura, sin sospechar que, poco después, el azar querría que me encontrara una vieja edición del mismo en un punto de libros donados para compartir, justo al lado de mi casa, lo que propició que pudiera hacerme con él mucho antes de lo esperado. Inicialmente me sorprendió su bella prosa, erudita y cuidada pero también fluida y muy comprensible, una lengua más propia de un esteta que de un filósofo o sociólogo al uso. Pero pronto me dejé cautivar también por el planteamiento en sí, que no solamente resulta de gran interés y originalidad, sino que admite no pocos paralelismos insospechados con la situación sociopolítica de hoy en día.

En sus primeras páginas, esta obra breve trata de esclarecer los orígenes de la decadencia de España, que para su autor se remontan al instante mismo de su constitución como entidad, el momento en que Castilla y Aragón se unieron para configurar un ente político de nuevo cuño. A diferencia de la construcción paulatina y cohesionada del Imperio Romano, o del progresivo surgimiento de los estados nacionales compactos que son Francia e Inglaterra, para Ortega y Gasset nunca hubo una España unitaria, sino una suma de cuerpos distintos que aguantaron juntos mientras duró el ímpetu expansionista y colonizador, y comenzaron a disgregarse en cuanto ese hálito empezó a flaquear. Eso es lo que explica el progresivo desmembramiento del Imperio Español y, a la postre, la aparición de nacionalismos y separatismos dentro de la propia península, una vez perdidos los territorios de ultramar. Esta es una idea que no solamente resulta plausible y novedosa, sino que además tiene la virtud de englobar un lapso temporal suficientemente amplio como para extraer conclusiones de gran calado, a diferencia de las visiones más cortoplacistas que abordan la larga decadencia española en sus últimos dos o tres siglos sin indagar en posibles causas anteriores.

Este fenómeno de lenta descomposición tiene su reflejo en el aumento de lo que Ortega llama el «particularismo» de las clases y grupos profesionales, que es lo que sucede cuando cada uno de los distintos colectivos que conforman la sociedad deja de mirar por el bien común y el funcionamiento global y pasan a pensar exclusivamente en sus propios intereses, operando como compartimentos estancos. Al intensificarse con el tiempo, el resultado de este particularismo es lo que se denomina “acción directa”, que consiste en la renuncia a la vía política y la conciliación para lograr los objetivos, optando en su lugar por actuar en solitario y en contra de los demás. El ejemplo más claro de particularismo y acción directa, al que el autor dedica un capítulo entero, es el del estamento militar. Desprovisto de guerras coloniales y empresas de envergadura que le den razón de ser, incomprendido y mal visto por el resto de grupos sociales debido a las derrotas sufridas en los traumáticos conflictos de finales del siglo XIX, Ortega pronostica que si las cosas siguen el mismo rumbo para el ejército, los militares llegarán a tal punto de desconexión y alejamiento del resto de la sociedad que terminarán por volverse contra ella y tratar de tomar su control por la fuerza, una afirmación que resulta casi profética en un libro publicado originalmente en una fecha tan temprana como 1921.

Pese a los indudables y clarividentes aciertos del autor al señalar la falta de homogeneidad de España como origen primordial de su tensión centrífuga y al destacar la relevancia del particularismo en la disgregación social de su tiempo, en el libro encontramos también algunos sesgos que a día de hoy se leen con una mirada algo diferente. En primer lugar su manifiesta adoración por Inglaterra, Francia e incluso Alemania, países que, al menos en los dos primeros casos, se encontraban en el punto álgido de su hegemonía en los tiempos en los que escribía Ortega, y de los cuales se tiene actualmente una visión algo menos idílica y más contrastada. Al mismo tiempo, se muestra un patente desprecio por casi todo lo hecho en España, incluida la época de Carlos III, probablemente la más brillante después del cénit imperial de Felipe II, y que el autor despacha como una mera excepción prácticamente desprovista de importancia. Cabe suponer que en su tiempo la mayoría de intelectuales españoles estaba fuertemente influida por el pesimismo de la generación del 98, el peso de la leyenda negra y la mala reputación de España en el extranjero debido a una Historia escrita tradicionalmente por los enemigos del Imperio que, a partir de finales del siglo XIX, tras las derrotas definitivas, se empezó a asumir como única versión, canónica y verdadera. Ha tenido que pasar casi un siglo para que una nueva generación de historiadores, esta vez autóctonos, comience a poner en entredicho esa versión maniquea e interesada a través de una bibliografía sólida y bien documentada, con obras recientes como Imperiofobia (María Elvira Roca Barea), España, Un relato de grandeza y odio (José Varela Ortega), La guerra del inglés (Manuel Moreno Alonso) o Hablamos la misma lengua (Santiago Muñoz Machado).

Si la primera parte de este “ensayo de ensayo”, como lo llama su autor, se ocupa de historia y sociología, la segunda se centra exclusivamente en ese último ámbito para introducir la idea de la “rebelión de las masas”, un concepto que sería retomado más adelante en otro libro con ese mismo título, que vio la luz en 1926. En España invertebrada, esta expresión se emplea para describir el problema fundamental de España como país compuesto por masas que carecen de un estamento que las dirija, y sienten un hondo desprecio por cualquier tipo de élite. El sentido de este último término, no obstante, no debe confundirse con ningún tipo de aristocracia o minoría con poder político, ya que el propio autor se cuida bien de precisar que la política no es más que una capa superficial de la vida de una nación, mientras que la cultura y las mentalidades operan a niveles mucho más profundos y esenciales. A este respecto, Ortega señala claramente que no aboga por un clasismo convencional que situaría a una clase burguesa o aristocrática en la parte superior, pero vista desde los ojos del siglo XXI, su postura no deja de resultar de un elitismo exacerbado al considerar que únicamente una clase intelectual superior puede desarrollar, dirigir y “salvar” el país, insinuando, a través de sus duras críticas al comunismo incipiente de su época, que el pueblo llano es ignorante y torpe por naturaleza, una idea profundamente conservadora y contraria a las sensibilidades más progresistas surgidas con posterioridad.

Al defender la preeminencia de quienes denomina como «los mejores», es decir, los individuos más inteligentes y mejor preparados, e insistir en la importancia de que sean tenidos en cuenta y seguidos como ejemplo en una sociedad que se caracteriza por detestarlos y rehuirlos, el autor parece asentar un axioma irrefutable que nadie se atrevería a contradecir en el plano teórico. Sin embargo, esta dicotomía plantea algunos problemas cuando se lleva al terreno práctico, porque establece una división más bien simplista entre una minoría con talento y preparación y una mayoría ignorante y zafia, que se resiste conscientemente a dejarse influir por la primera. ¿Pero dónde empieza una y acaba la otra? ¿Es adecuada la capacidad o el rendimiento intelectual como único criterio para definir al colectivo de los mejores? ¿Acaso las condiciones materiales, la estructura de la sociedad y las distintas expectativas realistas de mejora de la vida de cada uno no tienen también cabida en una consideración tan drástica? El autor parece plenamente imbuido por la idea clásica del espíritu autóctono e inmutable de los pueblos como factor determinante para su devenir y sus vicisitudes, sin tener demasiado en cuenta las circunstancias históricas, sociales y económicas de los mismos a lo largo de las distintas etapas de su historia.

El último periodo democrático de la España reciente, sin ir más lejos, constituye un claro ejemplo de rapidísima evolución, gracias a una coyuntura favorable, desde unos marcados rasgos tradicionales hasta una sociedad mucho más abierta, diversa y plural que habría sido inimaginable décadas atrás, aunque está claro que Ortega no podía prever el futuro a tan largo plazo. Pese a los problemas y las rémoras actuales, los españoles de hoy somos conscientes de que los países del Norte de Europa que antes tanto admirábamos no son tan distintos del nuestro y albergan también sus propios vicios y carencias, que se deben, como los nuestros, a la complejidad de las circunstancias y su desarrollo histórico más que a un genio nacional único e intransferible. No obstante, a pesar de las reservas expresadas en los párrafos anteriores, las ideas originales y aún vigentes que exponíamos al principio justifican plenamente la lectura de este libro y, salvando la distancia temporal, siguen siendo útiles para entender no pocos fenómenos de candente actualidad.

Escuchando: Remedios Amaya – 1983 – Luna Nueva

Excursión a Ávila (29 de febrero de 2020)

Entrada de la muralla

Iglesia de San Vicente

Cenotafio románico de los santos Vicente, Sabina y Cristeta

Catedral de Ávila desde las murallas

Paseando por el adarve

Vista del crucero en el interior de la catedral

Sepulcro renacentista de Alonso Fernández de Madrigal, «El Tostado»

Vista de Ávila desde el Mirador de los Cuatro Postes

Escuchando: Apocalypse Command – 2011 – Damnation Scythes of Invincible Abomination

Mientras dure la guerra (Alejandro Amenábar, 2019)

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Decía José Luis Cuerda, probablemente medio en broma, medio en serio, que le daban ganas de pegar un guantazo a todos aquellos, muy numerosos, que afirman que en el cine español hay demasiadas películas sobre la Guerra Civil. El célebre director señalaba que, aunque sí es cierto que en muchas aparece de fondo el conflicto, aquellas en las que es el protagonista se cuentan con los dedos de una mano. Las que más se acercan tal vez sean La Vaquilla, que no es un filme bélico sino una comedia agridulce, o quizá Tierra y Libertad, que tampoco es estrictamente una película de guerra y de hecho ni siquiera es española. En las demás, la guerra sirve como telón de fondo para centrarse en puntos muy concretos o historias que no suelen estar relacionadas directamente con ella. Esta nueva obra de Amenábar, a pesar de su título, tampoco trata directamente sobre la guerra (no se ve ningún combate y tan solo aparecen muertos en un instante furtivo), sino sobre las consecuencias que tuvo la sublevación de julio de 1936 sobre, por una parte, el entorno salmantino de Miguel de Unamuno y, por otra, la cúpula militar de los golpistas, con Francisco Franco como figura destacada.

Confieso que no tenía muy claro que la película me fuera a gustar, y de hecho fui a verla con unas expectativas más bien bajas, que contribuyeron a que mi impresión final fuera bastante positiva. Ello se debe a que recientemente había vuelto a ver Ágora, que no me gustó nada cuando me la puse por primera vez hace cosa de nueve años, y aunque en el segundo visionado le saqué algunos puntos positivos en los que no había reparado inicialmente, no dejó de parecerme una película con buenas intenciones y un planteamiento bastante interesante que acababa viéndose lastrada por ese defecto compartido por tantos directores (anglosajones principalmente) que se ven en la obligación de señalar de forma meridiana las conclusiones a las que apuntan en su historia, sin permitir que sea el espectador quien las encuentre o quien decida por su cuenta cuáles son las suyas. En Mientras dure la guerra también hay algo de eso, aunque sus virtudes positivas compensan la sobredosis explicativa a la que Amenábar no parece capaz de resistir. Hay que señalar que no estamos ante una cinta realmente única ni excepcional, pero sí ante algo que, además de recrear con minucioso rigor y llamativa vitalidad una época histórica clave de nuestra historia reciente, la aborda desde un punto de vista distinto del habitual.

Por un lado, la figura de Unamuno, el protagonista, aparece con sus luces y sombras, sus virtudes y contradicciones, y pese a su famosa intervención en la escena de su enfrentamiento con Millán-Astray (cuya enérgica interpretación por parte de Eduard Fernández es una de las mejores cosas que tiene la película), lo cierto es que no sale demasiado bien parado. La República, por otro lado, tampoco se presenta con su habitual imagen idealizada, y además de ilustrarse la maraña de ideologías que se disputaban la hegemonía durante aquellos tiempos, se incide en la idea de que, inicialmente, ambas facciones reivindicaban que su intención era “salvar la República”, en lugar de destruirla o defenderla, respectivamente. Pero sin duda lo más acertado es presentar a los sublevados como personas de carne y hueso, no como monstruos sanguinarios (El laberinto del fauno), fanáticos insensibles (¡Ay, Carmela!) o tiranos sin escrúpulos (Pájaros de papel), como se ha hecho tan a menudo anteriormente. Al retratarlos como seres humanos normales, con sus vicios, sus trivialidades pero también sus rasgos más amables, se puede intentar entender por qué hicieron lo que hicieron y cómo el intento de golpe de Estado del 36 no es sino el capítulo final de la larga y progresiva evolución de lo que, en su libro España invertebrada, Ortega y Gasset denominaba el “particularismo” del estamento militar, cada vez más ensimismado y desconectado del resto de la sociedad, especialmente desde el trauma de la Guerra de Cuba. Se exponen los motivos y argumentos de los militares expresados por ellos mismos, sin que ello evite que uno se horrorice al ver que todos ellos, con Franco a la cabeza, estaban dispuestos y ansiosos por imponerlos por encima del cadáver de todos los españoles que no pensaban como ellos.

A pesar de su aproximación a la humanidad de los “villanos”, Mientras dure la guerra no supone un lavado de cara de la imagen de Franco y los franquistas, como he oído decir a algunos comentaristas simpatizantes de la Segunda República, sino un bienvenido intento de comprender las motivaciones de “los otros” en ese conflicto que suele explicarse como una lucha entre buenos y malos en la que los malos ganaron, y siguen ganando. El hecho de que desde la otra trinchera, la de la prensa de derechas, la respuesta al estreno haya sido disparar salva tras salva de puntualizaciones de errores históricos e imprecisiones, que no son ni de lejos lo más importante (por la sencilla razón de que las películas son ficción, no documentales), deja claro que la presunta simpatía por Franco se limita al intento de evitar un enfoque maniqueísta. La intención manifiesta de reflejar con la necesaria distancia el ambiente intelectual y moral de una época tan convulsa es de por sí algo loable, pero el mensaje principal que Amenábar parece querer transmitir es que si todos, izquierdistas como derechistas, estamos condenados a vivir en un mismo país, más vale que intentemos entender los motivos del otro, por diametralmente opuestos que sean, para poder llegar a acuerdos y sellar un nuevo contrato social que facilite la convivencia a medio y largo plazo, sin tratar de mejorar la posición propia a base de destruir la del otro. Si una idea tan sencilla y razonable parece ingenua y utópica es porque nos encontramos en una situación política e histórica en la que parecemos incapaces de convivir, no ya entre bandos ideológicos, sino incluso entre Comunidades Autónomas. Por esa razón, los productos culturales que nos hagan franquear esa distancia, aunque sólo sea por un momento, son cualquier cosa menos superfluos.

Escuchando: Estampie – 1994 – Ludus Danielis