La fiesta más antigua del mundo

Siendo madrileño de nacimiento, el Carnaval no ha sido nunca una festividad demasiado relevante para mí. Naturalmente en Madrid también se celebra, pero nunca de forma demasiado espectacular, que yo recuerde, y sobre todo sin la pompa y el brillo que caracterizan a otras localidades de la geografía hispánica. Recuerdo bien las cabalgatas del Día de Reyes de mi infancia y, más recientemente, las macrofiestas con motivo del Día del Orgullo Gay, probablemente la mejor festividad de la capital de España –mal que le pese a la derecha que la ha gobernado casi siempre–, pero me atrevería a afirmar que el Carnaval nunca ha sido algo típicamente madrileño.

En León capital, mi ciudad de adopción desde hace casi dos años, el Carnaval tampoco es una celebración excesivamente importante, al menos en comparación con la fama de que gozan, a nivel provincial, los Carnavales de La Bañeza o, un poco más lejos, los de Verín y alrededores. Por ese motivo, el desfile del sábado (18 de febrero, para más señas) por las calles del centro me sorprendió gratamente. Uno se esperaba un evento algo más modesto, pero el entusiasmo de asociaciones y AMPAs de colegios convirtió aquello en un espectáculo muy llamativo y colorido, una razón más que justificada para desafiar al crudo frío invernal que caracteriza a la capital leonesa por estas fechas del calendario.

Pero lo mejor estaba por llegar, quizá precisamente por la falta de expectativas o, por decirlo con más exactitud, de conocimiento por parte de un servidor. Tres días más tarde, por casualidades de la vida, quien suscribe volvía a personarse por las mismas avenidas céntricas para asistir a otro desfile, esta vez tradicional, del que poca idea tenía más allá de las someras explicaciones de los que lo animaron a ir a verlo. Quienes iban a pasearse esta vez por las calles más señaladas para deleite de los capitalinos eran agrupaciones de distintos pueblos de la provincia, cada uno con su folclore y terminología, bajo el nombre colectivo de “antruejos”, de misteriosas resonancias para el foráneo.

Visto desde la costumbre o la apatía, el acontecimiento podía ser un desfile más de trajes tradicionales sin especial interés para quien ya lo conozca. A mi lado, un adolescente se quejaba de que aquello era aburrido y los disfraces eran feos. No pude evitar sonreír ante aquella afirmación; era evidente que bonitos no eran, pero precisamente en ello radicaba todo su encanto. Lo que las distintas agrupaciones que iban pasando tenían en común, más allá de los distintos trajes y personajes, a cual más pintoresco, era el hecho de exhibir y representar monstruos y animales fantasiosos, claros reflejos y reminiscencias de un tiempo pagano antiquísimo en el que aún se veneraba la naturaleza y los ritos vinculados al calendario agrícola tenían la fuerza creadora atribuida a los antiguos dioses.

Asomado desde la acera de una ciudad moderna, uno se estremecía al constatar que lo que estaba viendo no era nada menos que la recreación contemporánea de una manifestación tan primitiva y lejana como los albores de la propia humanidad, que a través de aquellas máscaras monstruosas, burlonas figuras zoomorfas e interacciones traviesas y festivas con el público estaba conectando con un sentir primigenio, más antiguo que las religiones organizadas, la civilización y el dominio del entorno natural por parte del ser humano. Algo que todavía está latente en lo más profundo de la mente colectiva y nos enlaza con quienes nos precedieron hace miles de años.

Una revelación así causa cierto vértigo, pero también amplía la perspectiva, y sobre todo produce una sensación de fascinación al comprobar cómo, a pesar de la enorme distancia temporal, existe un hilo invisible que une a los seres humanos de distintas épocas en un mismo sentir que nos devuelve al origen de todo, a lo mucho y poco a la vez que hemos cambiado a lo largo de tantos siglos. Donde unos veían diversión, artesanía, música o tradición, uno veía todo eso al mismo tiempo y también el reflejo de la condición humana, soberbia e imparable en ocasiones, otras veces sujeta a sus miedos y esperanzas ancestrales, pero siempre observando la existencia con una mirada infantil, curiosa y despreocupada a un tiempo.

Escuchando: Orthodoxy – 2022 – Ater Ignis