Decía José Luis Cuerda, probablemente medio en broma, medio en serio, que le daban ganas de pegar un guantazo a todos aquellos, muy numerosos, que afirman que en el cine español hay demasiadas películas sobre la Guerra Civil. El célebre director señalaba que, aunque sí es cierto que en muchas aparece de fondo el conflicto, aquellas en las que es el protagonista se cuentan con los dedos de una mano. Las que más se acercan tal vez sean La Vaquilla, que no es un filme bélico sino una comedia agridulce, o quizá Tierra y Libertad, que tampoco es estrictamente una película de guerra y de hecho ni siquiera es española. En las demás, la guerra sirve como telón de fondo para centrarse en puntos muy concretos o historias que no suelen estar relacionadas directamente con ella. Esta nueva obra de Amenábar, a pesar de su título, tampoco trata directamente sobre la guerra (no se ve ningún combate y tan solo aparecen muertos en un instante furtivo), sino sobre las consecuencias que tuvo la sublevación de julio de 1936 sobre, por una parte, el entorno salmantino de Miguel de Unamuno y, por otra, la cúpula militar de los golpistas, con Francisco Franco como figura destacada.
Confieso que no tenía muy claro que la película me fuera a gustar, y de hecho fui a verla con unas expectativas más bien bajas, que contribuyeron a que mi impresión final fuera bastante positiva. Ello se debe a que recientemente había vuelto a ver Ágora, que no me gustó nada cuando me la puse por primera vez hace cosa de nueve años, y aunque en el segundo visionado le saqué algunos puntos positivos en los que no había reparado inicialmente, no dejó de parecerme una película con buenas intenciones y un planteamiento bastante interesante que acababa viéndose lastrada por ese defecto compartido por tantos directores (anglosajones principalmente) que se ven en la obligación de señalar de forma meridiana las conclusiones a las que apuntan en su historia, sin permitir que sea el espectador quien las encuentre o quien decida por su cuenta cuáles son las suyas. En Mientras dure la guerra también hay algo de eso, aunque sus virtudes positivas compensan la sobredosis explicativa a la que Amenábar no parece capaz de resistir. Hay que señalar que no estamos ante una cinta realmente única ni excepcional, pero sí ante algo que, además de recrear con minucioso rigor y llamativa vitalidad una época histórica clave de nuestra historia reciente, la aborda desde un punto de vista distinto del habitual.
Por un lado, la figura de Unamuno, el protagonista, aparece con sus luces y sombras, sus virtudes y contradicciones, y pese a su famosa intervención en la escena de su enfrentamiento con Millán-Astray (cuya enérgica interpretación por parte de Eduard Fernández es una de las mejores cosas que tiene la película), lo cierto es que no sale demasiado bien parado. La República, por otro lado, tampoco se presenta con su habitual imagen idealizada, y además de ilustrarse la maraña de ideologías que se disputaban la hegemonía durante aquellos tiempos, se incide en la idea de que, inicialmente, ambas facciones reivindicaban que su intención era “salvar la República”, en lugar de destruirla o defenderla, respectivamente. Pero sin duda lo más acertado es presentar a los sublevados como personas de carne y hueso, no como monstruos sanguinarios (El laberinto del fauno), fanáticos insensibles (¡Ay, Carmela!) o tiranos sin escrúpulos (Pájaros de papel), como se ha hecho tan a menudo anteriormente. Al retratarlos como seres humanos normales, con sus vicios, sus trivialidades pero también sus rasgos más amables, se puede intentar entender por qué hicieron lo que hicieron y cómo el intento de golpe de Estado del 36 no es sino el capítulo final de la larga y progresiva evolución de lo que, en su libro España invertebrada, Ortega y Gasset denominaba el “particularismo” del estamento militar, cada vez más ensimismado y desconectado del resto de la sociedad, especialmente desde el trauma de la Guerra de Cuba. Se exponen los motivos y argumentos de los militares expresados por ellos mismos, sin que ello evite que uno se horrorice al ver que todos ellos, con Franco a la cabeza, estaban dispuestos y ansiosos por imponerlos por encima del cadáver de todos los españoles que no pensaban como ellos.
A pesar de su aproximación a la humanidad de los “villanos”, Mientras dure la guerra no supone un lavado de cara de la imagen de Franco y los franquistas, como he oído decir a algunos comentaristas simpatizantes de la Segunda República, sino un bienvenido intento de comprender las motivaciones de “los otros” en ese conflicto que suele explicarse como una lucha entre buenos y malos en la que los malos ganaron, y siguen ganando. El hecho de que desde la otra trinchera, la de la prensa de derechas, la respuesta al estreno haya sido disparar salva tras salva de puntualizaciones de errores históricos e imprecisiones, que no son ni de lejos lo más importante (por la sencilla razón de que las películas son ficción, no documentales), deja claro que la presunta simpatía por Franco se limita al intento de evitar un enfoque maniqueísta. La intención manifiesta de reflejar con la necesaria distancia el ambiente intelectual y moral de una época tan convulsa es de por sí algo loable, pero el mensaje principal que Amenábar parece querer transmitir es que si todos, izquierdistas como derechistas, estamos condenados a vivir en un mismo país, más vale que intentemos entender los motivos del otro, por diametralmente opuestos que sean, para poder llegar a acuerdos y sellar un nuevo contrato social que facilite la convivencia a medio y largo plazo, sin tratar de mejorar la posición propia a base de destruir la del otro. Si una idea tan sencilla y razonable parece ingenua y utópica es porque nos encontramos en una situación política e histórica en la que parecemos incapaces de convivir, no ya entre bandos ideológicos, sino incluso entre Comunidades Autónomas. Por esa razón, los productos culturales que nos hagan franquear esa distancia, aunque sólo sea por un momento, son cualquier cosa menos superfluos.
Escuchando: Estampie – 1994 – Ludus Danielis