Parásitos (Bong Joon-ho, 2019)

Animado por las buenas críticas que había leído sobre ella en un blog de referencia, fui al cine a ver esta película justo el día anterior a la ceremonia de los Óscars, por lo que no me sorprendió demasiado ver que se llevaba varios de los premios más importantes, sin duda totalmente merecidos, pese a los indudables méritos de Dolor y Gloria, entre otras. Lo más destacable de Parásitos es tal vez el hecho de presentar una mezcla muy peculiar de géneros, que encajan entre sí a la perfección, haciendo de ella una película que tiene de todo: drama social, comedia, terror, suspense y hasta costumbrismo. Esto la emparenta, salvando las distancias, con la argentina El secreto de sus ojos (2009), aunque el planteamiento de base y el desarrollo son bastante distintos. En este caso, la historia se centra en la diferencia entre clases y la manera de sobrevivir de quienes se llevan la peor parte.

Quien suscribe ya estaba familiarizado previamente con el director, Bong Joon-ho, gracias a un ciclo de cine surcoreano en el marco de la edición de 2016 del fantástico festival cinéfilo Travelling de Rennes, y recuerda otra cinta suya muy buena con rasgos parecidos, The Host (2006), así como una tercera que le gustó algo menos, titulada Snowpiercer (2013), con una excelente idea de partida pero un tanto exagerada y maniquea en su desarrollo y conclusión, como ocurre a veces con las fábulas. Este nuevo filme, al estar de nuevo ambientado en Corea, tiene más que ver con The Host que con la superproducción con actores anglosajones que era Snowpiercer, y también entre las dos películas se encuentran claras similitudes en la forma de narrar y definir a los personajes, pese a la diferencia de géneros, ya que The Host era una historia dramática de ciencia ficción con toques de comedia, mientras que Parásitos cambia el elemento de ciencia ficción por un enfoque más social y realista.

Es curioso ver cómo en países que desde la lejanía y el desconocimiento uno considera ricos y desarrollados pueden existir diferencias de clase muy marcadas y darse las situaciones de pobreza y precariedad reflejadas en esta película. El hecho de que sean tratadas de un modo que alterna entre alejado, neutral y cómico hace que la película sea rica en matices y ambigüedades, y a diferencia de la denuncia directa, que suele ser un recurso más bien plano y simple, aquí uno empatiza hasta cierto punto con casi todos los personajes, lo que hace que el mensaje cale aún más hondo si cabe. Por otra parte, tampoco hay aquí lástima ni lágrima fácil, ni tampoco saltos rocambolescos o finales de color de rosa, lo que consigue que todo sea más verosímil y memorable. La historia que se cuenta en Parásitos podría extrapolarse a casi cualquier otro país o sociedad, y eso logra que el espectador se identifique totalmente con lo narrado y se deje impresionar por ello.

Escuchando: Imprecation – 2012 – Jehovah Denied EP

Jojo Rabbit (Taika Waititi, 2019)

El mejor fotograma de todo el año pasado con diferencia

Esta es la película con la que ha terminado de despuntar a nivel internacional el cineasta neozelandés Taika Waititi, conocido por muchos como director de la última peli del Thor de los tebeos (Thor: Ragnarok) y valorado por quien suscribe por su espectacular falso documental sobre vampiros What we do in the shadows (2014). Muy alejada de estos dos últimos filmes, la historia de Jojo Rabbit está ambientada en la Segunda Guerra Mundial, y resulta muy original por el tono cómico adoptado, asemejándose a una mezcla de La vida es bella y Malditos bastardos, a lo que se suma un toque gamberro y absurdo. Su planteamiento es abordar los horrores de la guerra y el nazismo desde una perspectiva infantil, concretamente la de un joven miembro de las Juventudes Hitlerianas que ha sido objeto de tal lavado de cerebro que ha acabado por tener al propio Hitler como amigo imaginario.

Tanto el tema de la película como el enfoque adoptado son algo que los alemanes no se atreverían a tocar, y de hecho creo que a nadie se le había ocurrido adentrarse antes en este ámbito, probablemente porque cualquier europeo que lo hiciera sería condenado por falta de empatía y de respeto por las víctimas. Ha tenido que ser un director de la lejana Oceanía quien se atreva a empatizar con determinados aspectos psicológicos que afectaron a personas de todos los bandos, lo que implica empatizar con todas las víctimas, incluidas las que sufrieron el lavado de cerebro masivo que la Alemania nazi operó sobre su población más joven. Hasta las escenas más terribles, que incluyen la muerte de no pocos personajes, se abordan desde el humor, lo cual quita mucho hierro al impacto y permite enfocar el nazismo desde un punto de vista que no suele abundar en el cine: el profundo absurdo de su cosmovisión.

Todos los indicios de la derrota total hacia la que avanzaba Alemania durante la época retratada aparecen atenuados por la inocencia infantil del protagonista que los observa, aunque ello no impide que sean comprendidos claramente por el espectador. Lejos de ser un tratamiento frívolo, esto permite distanciarse de la visión uniformemente sombría que se tiene de aquellos años para, por un lado, intentar entender qué hacía que tantas personas pensaran como pensaban y, por otro, reírse un poco con el amplio componente de ridículo que tenía el nazismo como ideología. El colorido de las escenas, la música alegre y anacrónica, la narración ágil y desenfadada, junto a muchos otros pequeños detalles, logran toda una hazaña: que una película sobre los últimos días de la guerra en suelo alemán pueda ser una comedia de principio a fin, y una muy divertida, pero que también ofrece muchas más cosas más allá de la risa.

Escuchando: Necromaniac – 2015 – Morbid Metal (Demo)

Mientras dure la guerra (Alejandro Amenábar, 2019)

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Decía José Luis Cuerda, probablemente medio en broma, medio en serio, que le daban ganas de pegar un guantazo a todos aquellos, muy numerosos, que afirman que en el cine español hay demasiadas películas sobre la Guerra Civil. El célebre director señalaba que, aunque sí es cierto que en muchas aparece de fondo el conflicto, aquellas en las que es el protagonista se cuentan con los dedos de una mano. Las que más se acercan tal vez sean La Vaquilla, que no es un filme bélico sino una comedia agridulce, o quizá Tierra y Libertad, que tampoco es estrictamente una película de guerra y de hecho ni siquiera es española. En las demás, la guerra sirve como telón de fondo para centrarse en puntos muy concretos o historias que no suelen estar relacionadas directamente con ella. Esta nueva obra de Amenábar, a pesar de su título, tampoco trata directamente sobre la guerra (no se ve ningún combate y tan solo aparecen muertos en un instante furtivo), sino sobre las consecuencias que tuvo la sublevación de julio de 1936 sobre, por una parte, el entorno salmantino de Miguel de Unamuno y, por otra, la cúpula militar de los golpistas, con Francisco Franco como figura destacada.

Confieso que no tenía muy claro que la película me fuera a gustar, y de hecho fui a verla con unas expectativas más bien bajas, que contribuyeron a que mi impresión final fuera bastante positiva. Ello se debe a que recientemente había vuelto a ver Ágora, que no me gustó nada cuando me la puse por primera vez hace cosa de nueve años, y aunque en el segundo visionado le saqué algunos puntos positivos en los que no había reparado inicialmente, no dejó de parecerme una película con buenas intenciones y un planteamiento bastante interesante que acababa viéndose lastrada por ese defecto compartido por tantos directores (anglosajones principalmente) que se ven en la obligación de señalar de forma meridiana las conclusiones a las que apuntan en su historia, sin permitir que sea el espectador quien las encuentre o quien decida por su cuenta cuáles son las suyas. En Mientras dure la guerra también hay algo de eso, aunque sus virtudes positivas compensan la sobredosis explicativa a la que Amenábar no parece capaz de resistir. Hay que señalar que no estamos ante una cinta realmente única ni excepcional, pero sí ante algo que, además de recrear con minucioso rigor y llamativa vitalidad una época histórica clave de nuestra historia reciente, la aborda desde un punto de vista distinto del habitual.

Por un lado, la figura de Unamuno, el protagonista, aparece con sus luces y sombras, sus virtudes y contradicciones, y pese a su famosa intervención en la escena de su enfrentamiento con Millán-Astray (cuya enérgica interpretación por parte de Eduard Fernández es una de las mejores cosas que tiene la película), lo cierto es que no sale demasiado bien parado. La República, por otro lado, tampoco se presenta con su habitual imagen idealizada, y además de ilustrarse la maraña de ideologías que se disputaban la hegemonía durante aquellos tiempos, se incide en la idea de que, inicialmente, ambas facciones reivindicaban que su intención era “salvar la República”, en lugar de destruirla o defenderla, respectivamente. Pero sin duda lo más acertado es presentar a los sublevados como personas de carne y hueso, no como monstruos sanguinarios (El laberinto del fauno), fanáticos insensibles (¡Ay, Carmela!) o tiranos sin escrúpulos (Pájaros de papel), como se ha hecho tan a menudo anteriormente. Al retratarlos como seres humanos normales, con sus vicios, sus trivialidades pero también sus rasgos más amables, se puede intentar entender por qué hicieron lo que hicieron y cómo el intento de golpe de Estado del 36 no es sino el capítulo final de la larga y progresiva evolución de lo que, en su libro España invertebrada, Ortega y Gasset denominaba el “particularismo” del estamento militar, cada vez más ensimismado y desconectado del resto de la sociedad, especialmente desde el trauma de la Guerra de Cuba. Se exponen los motivos y argumentos de los militares expresados por ellos mismos, sin que ello evite que uno se horrorice al ver que todos ellos, con Franco a la cabeza, estaban dispuestos y ansiosos por imponerlos por encima del cadáver de todos los españoles que no pensaban como ellos.

A pesar de su aproximación a la humanidad de los “villanos”, Mientras dure la guerra no supone un lavado de cara de la imagen de Franco y los franquistas, como he oído decir a algunos comentaristas simpatizantes de la Segunda República, sino un bienvenido intento de comprender las motivaciones de “los otros” en ese conflicto que suele explicarse como una lucha entre buenos y malos en la que los malos ganaron, y siguen ganando. El hecho de que desde la otra trinchera, la de la prensa de derechas, la respuesta al estreno haya sido disparar salva tras salva de puntualizaciones de errores históricos e imprecisiones, que no son ni de lejos lo más importante (por la sencilla razón de que las películas son ficción, no documentales), deja claro que la presunta simpatía por Franco se limita al intento de evitar un enfoque maniqueísta. La intención manifiesta de reflejar con la necesaria distancia el ambiente intelectual y moral de una época tan convulsa es de por sí algo loable, pero el mensaje principal que Amenábar parece querer transmitir es que si todos, izquierdistas como derechistas, estamos condenados a vivir en un mismo país, más vale que intentemos entender los motivos del otro, por diametralmente opuestos que sean, para poder llegar a acuerdos y sellar un nuevo contrato social que facilite la convivencia a medio y largo plazo, sin tratar de mejorar la posición propia a base de destruir la del otro. Si una idea tan sencilla y razonable parece ingenua y utópica es porque nos encontramos en una situación política e histórica en la que parecemos incapaces de convivir, no ya entre bandos ideológicos, sino incluso entre Comunidades Autónomas. Por esa razón, los productos culturales que nos hagan franquear esa distancia, aunque sólo sea por un momento, son cualquier cosa menos superfluos.

Escuchando: Estampie – 1994 – Ludus Danielis

Selfie (Víctor García León, 2017)

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Un equipo de grabación sigue a un joven de buena familia para documentar su vida, por alguna razón que no llegamos a conocer. Debido a la repentina encarcelación por delitos de corrupción de su padre, ministro del Gobierno, su existencia se convierte de pronto en un descenso a los infiernos, a medida que se queda sin dinero y sin plaza en la universidad, se ve obligado a mudarse de La Moraleja a Lavapiés, a buscar trabajo y compartir piso como hacen los hijos de la clase trabajadora con la que él nunca ha tenido nada que ver, mientras su familia y supuestos amigos se desentienden por completo de él.

La historia se narra sin marcados dramatismos y con carcajadas que nunca son completas, en un conseguido tono neutral que logra que nos compadezcamos de las vicisitudes del protagonista sin dejar por ello de odiarlo por cómo es y cómo se comporta. No obstante, las personas del otro lado del espectro social con las que interactúa tampoco salen demasiado bien paradas, al ver expuestos sus defectos ante el mismo espejo omnisciente de la cámara, que hace las veces de reflejo nivelador de la convulsa situación político-social en torno a las Elecciones Generales de 2015, cuyas campañas previas también aparecen retratadas en la película.

El cuadro esbozado es el de una España ensimismada, ilusa y desnortada, sin importar la posición ideológica, que se ilustra con fina ironía, emotividad muy contenida y un lejano aunque palpable atisbo de esperanza, ingredientes en apariencia totalmente contrarios entre sí que sin embargo encajan en un equilibro tan delicado como magistral. Por si esto fuera poco, este falso documental se produjo con cuatro pesetas, pero está tan conseguido que parece real. Si hubiera que señalar una película que dé cuenta con imaginación y exactitud de la agitación política de la década de 2010 y sus contradicciones, bien podría ser esta.

Escuchando: Xantotol – 2004 – Liber Diabolus 1991-1996

Tiempo después (José Luis Cuerda, 2018)

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Había oído críticas bastante desfavorables de esta película, pero aun así me animé a verla, convencido de que algo positivo se podría sacar. Ahora puedo decir que muchos de aquellos comentarios probablemente provenían de personas que, o bien no habían visto las obras de la trilogía clásica de Cuerda, o sí las vieron pero nunca llegaron a entenderlas y/o apreciarlas. El inicio del filme presenta un mundo futurista que bien podría confundirse con el universo de Amanece que no es poco o Así en el cielo como en la tierra, si no fuera porque, aunque las formas y la narración sean similares, el tono es marcadamente distinto. Mientras aquellas películas eran de un costumbrismo alegre y surrealista, esta tiende a una visión pesimista más cercana a la crudeza del esperpento que a los experimentos derivados del movimiento dadá. Tiempo después también es una historia política, no sólo en su enfoque descarnado de una rígida sociedad de estamentos, sino también en su voluntad de contar lo que no es otra cosa que una fábula social de tintes desenfadados pero final amargo.

Al elenco clásico se suman caras nuevas que en nada desmerecen a las conocidas, y abundan los diálogos de un glorioso absurdo, de amplia carga cultural específicamente ibérica y a la altura de las mejores expectativas, con una tendencia quizá excesivamente marcada hacia el chiste verde que tal vez quepa atribuir a la venerable edad del director. No obstante, esto último no empaña la importancia y gravedad del mensaje que Cuerda reviste de risas y deformaciones para que pueda calar más hondo, y que también puede encontrarse en sus títulos más serios, como La lengua de las mariposas o Los girasoles ciegos: la dignidad del oprimido subsiste, a pesar de que este sea irremediablemente derrotado una y otra vez por el poderoso. En este último punto, antes que en los chistes logrados o las delirantes puestas en escena, que justifican por sí solas el visionado, es donde radica la magia y la fuerza de esta película, a través de la cual el cineasta expresa de una forma tan sencilla como impactante sus sombrías reflexiones sobre las derivas negativas de la humanidad, articuladas también de manera más concreta en distintas entrevistas recientes (como por ejemplo esta). Con ello, da una vuelta de tuerca al concepto del “surruralismo”, que se ve enriquecido y complementado y vuelve a cobrar vigencia, mucho tiempo después.

Escuchando: Fela Kuti – 1972 – Shakara – London Scene

El reino (Rodrigo Sorogoyen, 2018)

No es lo mismo leer a diario noticias de casos de corrupción con nombres, lugares y cantidades diversas e intercambiables que meterse dentro de uno de esos casos y experimentar directamente, a través de la dramatización, el proceso subyacente a esas realidades que aparentemente nos resultan tan familiares. Creemos que lo sabemos todo sobre los individuos que nos roban cuando deberían estar velando por lo público, pero en general es muy poco lo que conocemos sobre sus motivaciones y su forma de ver el mundo, más allá del manifiesto desprecio por quienes están situados más abajo en la escala de poder. El recientemente elegido Presidente de México, López Obrador, decía hace poco que la corrupción no es un fenómeno cultural, sino el resultado de un régimen político en decadencia. No es que los españoles sean ladrones en potencia, es que el sistema se ha configurado de tal forma que desde una posición de poder es posible mangonear sin que haya consecuencias y, de hecho, nadie dentro del sistema se plantea que la política pueda hacerse de otra forma, o al menos así era hasta que algunos hicieron de la dignidad y la transparencia una bandera distintiva.

Esta película, que cuenta con un elenco de actores todos ellos sobresalientes y un guion trepidante, tiene la virtud de no inventarse nada: todo lo que se ve en ella es real y ha sucedido en alguna de las numerosísimas tramas de las que hemos tenido conocimiento en los últimos años. Sin embargo, cuando se ordenan las piezas y se cuenta la historia desde dentro, esta adquiere una nueva dimensión al ofrecer un retrato vivo y preciso de cómo pueden pensar y funcionar determinados individuos, más allá de los actos que conocemos vagamente a través de fuentes de información siempre incompletas. No sé cómo una película de estas características ha podido salir adelante en un país en el que se secuestran libros por mencionar casos probados de ilegalidades, donde quienes denuncian casos de corrupción sufren una indefensión absoluta y un partido con 1.000 imputados en sus filas sigue siendo la fuerza más votada, pero en mi opinión es algo que demuestra que, de unos años para acá, algo ha cambiado, y España ha pasado de reírle las gracias a los corruptos como en la época de Jesús Gil a intentar no solamente poner coto a sus prácticas ilícitas sino también entender cómo y por qué se producen, para poder limitar su aparición. Por su claridad, concisión y credibilidad, me parece que esta es una obra esencial para cualquier persona que quiera entender el fenómeno de la corrupción sin perderse en el laberinto de noticias, casos y sentencias con el que estamos acostumbrados a convivir, aunque por fortuna cada vez nos resulte menos tolerable.

Escuchando: The KLF – 1991 – The White Room (UK Ed.)

El mundo es nuestro (2012)

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He quedado absolutamente fascinado con este pedazo de película capaz de sintetizar todas las claves que explican el desarrollo económico desmesurado y desigual de la España más reciente, así como las características de la posterior e inevitable crisis, de una forma fluida, concisa, lúcida y, lo más importante, extremadamente divertida. Retazos de Álex de la Iglesia y Fernando León de Aranoa se funden en una historia trepidante, sorprendente y reivindicativa que rebosa de contenido y reflexiones en sus escasos ochenta minutos de duración. Superando de largo los límites de la comedia generalmente inocua y trivial, este es el equivalente ibérico de un drama como “Yo, Daniel Blake” pero en versión graciosa, dinámica y, sobre todo, profundamente española, andaluza y sevillana en su costumbrismo cañí. En los vídeos de Los Compadres ya se intuía que lo que este dúo se traía entre manos era mucho más que mera guasa, pero aquí se confirma que realmente tiene mucho que decir, explícito e implícito, humorístico y no tanto.

Escuchando: Lucas 15 – 2008 – Lucas 15

 

Perceval le Gallois (Éric Rohmer, 1978)

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Abordé esta película no sin cierto temor, por eso de que un título secundario de uno de los titanes de la Nouvelle Vague tenía todas las papeletas de acabar siendo un tostón infumable. Pero nada más lejos de la realidad, mis prejuicios eran totalmente infundados, ya que este filme recrea una de las historias de las leyendas artúricas siguiendo al pie de la letra los textos de Chrétien de Troyes (convenientemente adaptados para resultar inteligibles), con una escenografía teatral de interiores que incluso en retrospectiva produce un adecuado efecto atemporal y una omnipresencia del canto y la música medievales que enriquece enormemente la atmósfera arcaizante. El final (o finales) inusual y el estilo fresco y ligero muy similar al teatro grabado terminan de redondear una película tan sui generis como atractiva que supone todo un descubrimiento. Ahora que ya le he perdido el miedo, estoy listo para ponerme con Pauline à la plage, aunque no tengo muy claro que no vaya a arrepentirme.

Escuchando: Necros Christos – 2018 – Domedon Doxomedon