La Plazuela y la música (más o menos) moderna

Como individuo acostumbrado a escuchar música que no le gusta a casi nadie, no suelo enterarme de las novedades en el ámbito musical. No solamente es la edad ya relativamente avanzada (cuanto antes se acepte, mejor), sino sobre todo el hecho de dedicar una buena parte de mi tiempo a investigar y escribir sobre metal extremo lo que me hace dudar seriamente de mi capacidad para valorar si la música contemporánea que me llega vale algo o no. Sea como fuere, yo prefiero quedarme en esa incertidumbre que entrar a pontificar, como algunos de mis coetáneos, con ese ranciofact según el cual “ya no se hace buena música como antes”, algo que las generaciones avejentadas llevan repitiendo desde que hay registros (en este caso, más o menos desde Heródoto). Esa misma incertidumbre, quiero creer, es lo que permite que aún haya margen, en algunos casos, para la sorpresa y los felices descubrimientos.

Más allá de las limitaciones mencionadas, el ser de natural curioso, las siempre bienvenidas casualidades o la buena costumbre de intentar escuchar a los demás cuando nos cuentan algo que les parece importante han propiciado que recientemente haya conocido un grupo de gente bastante joven que no sólo me ha gustado, sino que me ha parecido bueno, y eso que de partida tenía en su contra una pinta de agrupación de flamenquito de barriada con un toque de traperismo de polígono, pero por fortuna ambas percepciones son tan solo prejuicio, o más bien fachada. En realidad, La Plazuela es un grupo que podría entrarle fácilmente a gente de más edad, porque no bebe de referentes recientes del rap o el trap que no le digan nada o incluso espanten a quienes peinan canas (o dejaron ya de peinarse), sino que básicamente son una reencarnación de Los Chichos con tintes funk, a lo que se mezcla una sensibilidad pop muy abierta a la diversidad formal y un gusto por la electrónica que les hace sacar una versión rave de cualquiera de sus canciones.

Así descrita, la fórmula podría parecer excesivamente amplia, pero funciona porque tras acumular influencias tan dispares dentro de un mismo bagaje procede a ordenarlas y distribuirlas con criterio y personalidad. Se podría pensar que el público predilecto de estos granaínos serían los aficionados a la música de décadas pasadas, si obviáramos los modos de producción netamente modernos, con mucha experimentación de texturas, o el uso intensivo del AutoTune (que en este caso se parece más al vocoder, inequívocamente retro, de toda la vida), pero cuando quien suscribe los vio en concierto en León durante las últimas Fiestas de San Froilán comprobó que su público se nutría en buena medida de chavales jóvenes con ganas de farra, lo cual explicaba que en directo dieran preeminencia a su vertiente electrónica, aunque siempre acompañada de instrumentos reales, y exhibiendo unas letras que, sin copiarla vilmente, se arriman claramente a la poesía de raigambre popular de García Lorca para buscar su propia expresión.

Por todo lo dicho, compruebo con optimismo lo gratificante que me resulta seguir encontrando música nueva hecha por gente joven que me parezca digna de respeto y mención –tanto la música como la gente –, y no por el hecho de sentirme joven o creerme “en la onda” (para alguien aficionado a leer historia y escuchar black metal desde la adolescencia tardía, ese tren nunca pasó), sino por tener la impresión positiva de no haberme cerrado aún en banda a todo lo que no obedezca a mis gustos fijos y mi visión del mundo, punto sin retorno en el que empieza la verdadera senectud, la mental. Lo cierto es que dejarse sorprender y conquistar por algo distinto y sugerente es una de las mejores cosas que tiene la vida, a cualquier edad.

Escuchando: Burshtyn – 2020 – Чортория

Llamazares, Julio – El entierro de Genarín (1981)

Llamazares, Julio – El entierro de Genarín, Endymión, Madrid, 1981 (5ª ed. 1996)

Encontré este librito peculiar curioseando por el mercadillo de Navidad de la Plaza de Regla, frente a la catedral de León, un marco perfecto para un hallazgo de estas características. Por lo que figura en la contraportada, se trata de la primera obra de narrativa del autor, que hasta la fecha (1981) tan sólo había publicado dos poemarios, lo cual llama bastante la atención, habida cuenta de que a posteriori ha sido conocido sobre todo como novelista, narrador o articulista, pero no como poeta. En su calidad de escritor apegado al terruño es, a juicio de este lector, la persona ideal para narrar una realidad tan anclada en el contexto leonés y, al mismo tiempo, hacerla brillar con el talento aún incipiente de un autor que ha llegado a trascender mucho más allá de los límites de su región de nacimiento.

La historia de Genarín es algo tan sumamente leonés que probablemente cualquiera ajeno a la ciudad necesite una explicación previa para poder situarse un poco. Por “Genarín” se conocía a principios del siglo XX a un curioso personaje que deambulaba por las calles de la capital provincial comerciando con pellejos de conejo. Además de su profesión, era conocido por ser un gran jugador de cartas, corredor de burdeles y bajos fondos y, sobre todo, un borracho de categoría épica, devoto del orujo. Tan famoso era el pellejero por sus correrías nocturnas que cuando, en la noche de Jueves Santo de 1929, fue trágicamente atropellado por el primer camión de la basura motorizado que hubo en León, su fallecimiento causó una honda impresión en todos los que lo conocían, que no eran pocos.

A pesar de su fama en vida, la memoria de Genarín habría caído inevitablemente en el olvido si no fuera porque cuatro conciudadanos de León, no menos peculiares que él, retomaron su legado después de su muerte proclamándose como “evangelistas” y promoviendo el culto a su figura. Estos cuatro personajes, aficionados a la literatura tanto como a la juerga, desarrollaron toda una liturgia procesional que se conocería como “El entierro de Genarín”, que echó a andar al año siguiente de la pasión y muerte del pellejero, llenando de poesía y orujo las calles de una ciudad sumida en el ambiente solemne y austero de la Semana Santa. Esta inusual romería pagana empezó a adornarse con romances que se recitaban en las distintas estaciones, compuestos casi todos ellos por Francisco Pérez Herrero, el más ilustre de los cuatro evangelistas.

El éxito que tuvo aquello fue tal que de las escasas decenas de asistentes en los primeros años se pasó a varios millares a lo largo de las tres décadas posteriores, hasta que en 1957 el Gobernador Civil llamó a capítulo a los organizadores debido a quejas de la Iglesia y los sectores biempensantes de la ciudad. Ante la tajante negativa de los cabecillas a cambiar la fecha de la celebración, esta se terminó prohibiendo, y no fue hasta después del franquismo (1978) cuando se pudo retomar, con la presencia de Pérez Herrero, el único evangelista que seguía con vida, para convertirse en lo que es hoy, quizá la manifestación más multitudinaria y popular de la Semana Santa leonesa, que atrae visitantes de todo el resto del país, y el motivo por el que este libro es aún más relevante de lo que fue en el momento de su publicación.

Tras unos primeros capítulos en los que se narra la historia del accidente, se esboza una breve biografía del protagonista y se ofrece una crónica de cómo surgió el fenómeno que acabaría convirtiéndose en la procesión de los borrachos de cada Jueves Santo, el libro incluye también otro apartado en el que se hace acopio de dichos y refranes proferidos por el Santo Padre en vida, recopilados con fervorosa minuciosidad por los evangelistas, con especial hincapié en los cuatro pilares de su sabiduría (a saber: orujo, conejos, juego y mujeres) y un compendio de algunos de los romances entonados (nunca mejor dicho) con ocasión de las celebraciones a lo largo de las décadas, incluyendo hasta un breve auto sacramental. Pero seguramente lo más interesante y llamativo sean los cuatro milagros que se le atribuyen, que terminan de convertirlo en un auténtico santo profano.

El entierro de Genarín está escrito como una hagiografía irreverente, manteniendo superficialmente el tono de la literatura sacra pero atiborrado de ironía y humor, en una mezcla muy curiosa y lograda. Destacan las anécdotas sobre el protagonista recogidas por sus evangelistas, que lo conocieron en vida y quedaron tan impresionados como para montar toda una religión en torno a él. También resulta muy interesante toda la información que se da sobre el León de la primera mitad del siglo XX, una realidad que queda ya lejos pero cuya huella puede hallarse aún en el trazado y la identidad contemporánea de la capital. También se habla mucho de burdeles y locales de mala muerte, y en este punto se percibe que el relato ha envejecido un poco, ya que los chistes sobre chulos y prostitutas no hacen tanta gracia como debieron de hacer antaño, pero esa es una distancia cultural que no cabe sino asumir.

Como leonés de reciente adopción, me ha parecido de sumo interés conocer al detalle los orígenes y peculiaridades de esta inusual tradición, pero considero que también se trata de una curiosidad a nivel nacional, ya que es una de las pocas romerías profanas que existen, vinculada firmemente a la Semana Santa pero en claro desafío a la beatería y el fanatismo que caracterizan a dicha festividad por estos lares. Como ya hemos señalado, el libro tal vez ha envejecido un poco mal en algunos aspectos, pero no deja de ser una excelente manera de conocer esta costumbre, con su génesis y su historia, narradas por un autor entonces debutante que con el tiempo se ha convertido en escritor consagrado pero ya daba muestras de su capacidad al conseguir trazar una mixtura magistral de lo sagrado y lo profano para rastrear los orígenes de tan curiosa celebración.

Escuchando: Cromlech – 2023 – Ascent of Kings